domingo, 20 de mayo de 2007

Capítulo I. 5 Punta Arenas, Darko, Elías

Dicen que las infancias felices no dejan recuerdos, la mía sí. Mi primer recuerdo es de antes de cumplir mi primer año. Mis padres recibían por primera vez un matrimonio de italianos. Recuerdo haber estado sentada en un columpio de tela colgado en el umbral entre el living y el comedor y haber sentido la alegría de tener a mis padres y a estas visitas, de gente que hablaba raro, admirando la maravilla que era yo en esa época. Bueno, todos los niños son una maravilla, pero por entonces yo lo ignoraba. Ellos hablaban raro porque eran Italianos, venían recién llegando a Punta Arenas después de haber vivido un par de años en Argentina. En esos momentos no sabíamos que se quedarían hasta siempre en Chile y que Renata sería hasta su muerte la mejor amiga de mi madre. La voz de Renata aún canta en mis oídos.

Para las grandes ocasiones encrespaban mi pelo liso con unos fierros calientes, que me parece estar viendo todavía. Gracias a esos fierros en las fotos de mis dos primeros años, tengo mi pelo negro casi tan ondulado como el de mi hermana Sonia. Ella era rubia, hermosa y tenía unos maravillosos rulos que le llegaban hasta la mitad de la espalda.

Una vez mis padres daban una fiesta y había en una pieza una enorme montaña de abrigos. Bueno, yo era pequeña, pero era verdad que había muchos abrigos. No sé si fue en esa misma fiesta, o para otra fiesta en esa época, que viví una pésima experiencia. Debo haberme portado muy mal, la cosa es que mi madre no sabía qué hacer conmigo para que no molestara más. Tía Renata –en Chile los niños dicen tío y tía a los amigos de los padres aunque éstos no tengan ningún lazo familiar– le dio la muy mala idea, para calmarme, de sumergir cierta parte de mi cuerpo en el agua fría del lavamanos del baño. Dicho y hecho. Aún recuerdo la rabia que tuve contra mi madre por haber seguido ese cruel consejo y la vergüenza que lo haya hecho sin ni siquiera cerrar la puerta del baño. Los adultos no saben que, incluso antes de los dos años, una niña tiene su pudor. El hijo mayor de Renata estaba en el corredor y contempló desde allí esta humillante escena.

A pesar de todos mis prejuicios contra una novela escrita para rendir homenaje a la familia más rica de la Patagonia, leo cada página con fervor. Encuentro en ella todo lo que esperaba y mucho más. Descubro, me da vergüenza mi ignorancia, que en 1870 la conquista de la Patagonia no tenía nada que envidiarle a la conquista del Oeste. La ciudad de Santiago había sido fundada en 1541 por Pedro de Valdivia, en cambio, Punta Arenas, empezó a ser una ciudad solamente por 1870, antes era una colonia penal y costó mucho esfuerzo y derramar mucha sangre antes de lograr transformarla en la ciudad próspera en la que nació mi abuela Paulina en 1897.

Aunque la realidad de la colonización de Punta Arenas no sea exactamente así, en la novela de Campos Menéndez ésta comienza de manera simbólica con un naufragio de un barco inglés. Los protagonistas de la novela son los sobrevivientes que deciden quedarse en Punta Arenas. Entre ellos se encuentran personajes de diferentes países de Europa. Uno de esos personaje es un español que representa al primer Campos Menéndez en Chile. También hay un austríaco, una polaca, dos italianos, un francés, un inglés, un portugués y otros personajes diversos y variados.

¡Qué me importa que esa novela no sea exacta!, me cuenta de mi tierra, del viento y del clima de mi querida ciudad natal de Punta Arenas.

Punta Arenas fue desde un comienzo una ciudad muy cosmopolita. Las amistades de mis padres, si no venían del extranjero, eran en general descendientes directos de ingleses, franceses, italianos, croatas, etc. Algunos pocos eran descendientes de chilenos de verdad. Los extranjeros que venían se sentían muy bien y se quedaban fácilmente. En Punta Arenas nadie era extranjero. Había chilenos-chilenos, chilenos-croatas, chilenos-franceses, etc. También había muchos chilenos-ingleses.

La mejor amiga de infancia de mi madre, tía Milka, era también de origen croata. Su marido era de familia francesa y el padre del marido, que trabajaba como ingeniero, era el cónsul de Francia en Punta Arenas. El padre había descubierto en Chile las empanadas de queso y era capaz de batir todo los records inimaginables en cantidad ingerida: lograba comer cuarenta o cincuenta seguidas. Cuando el padre murió sé que su hijo siguió con el consulado, lo que no sabría decir es si comía empanadas o no.

Cuando tenía dos años nos cambiamos al quinto piso del edificio de la CORFO en pleno centro. Ese edificio está frente a la plaza. De mi dormitorio se veía el quiosco y el monumento a Hernando de Magallanes bajo el cual está la estatua del indio. Al indio hay que besarle el dedo gordo del pie para volver. Se lo besé en 1957, cuando nos fuimos a vivir al Norte, y así volví un verano en 1970. Se lo besé en 1970 y aún no he vuelto. Me cuesta hacer el viaje desde Francia a Santiago y, cuando estoy en Santiago, me falta el tiempo para viajar aún mas lejos, hasta la punta del mundo: Punta Arenas está 2.200 kilómetros más al sur. Ahora espero regresar. El pulgar del indio es como los calafates, hay que comer calafates si uno desea volver algún día.

Las escaleras y los ascensores del edificio de la CORFO eran nuestro lugar preferido para jugar. Tuve en esa época dos aventuras que me marcaron mucho. Una de ellas fue la primera vez que me atreví a saltar desde el tercer peldaño de las escaleras del quinto piso. Aún llevo la marca de los puntos que me tuvieron que hacer. La segunda aventura se la debo a mis hermanas mayores. Esa fue una aventura de verdad. La banda de los niños del edificio había descubierto una escalera de gato que daba al techo superior del edificio. Organizaron una gran expedición secreta, a escondidas de los adultos, y me llevaron con ellos, yo tenía menos de tres años. Aún me veo dentro del cuartito, en la escalera de gato, mirando el tragaluz abierto, pero había olvidado el resto de la historia. Mi hermana mayor me refrescó la memoria hace poco: entre la escalera de gato, que medía como tres metros, y el techo había un espacio de unos sesenta centímetros que había que franquear y lo hicieron llevándome en brazos. Al regresar de la expedición tuvieron algo de temor en hacer lo mismo en sentido inverso y me dejaron sola en el techo para ir a buscar ayuda. Ellos fueron castigados, Ana María aún recuerda el castiguito. Yo había olvidado el final de la historia, pero durante algo así como veinte años se me repitió una pesadilla en la que me quedaba encerrada en el techo de la CORFO. El edificio de la CORFO pasó más tarde a ser el edificio de la ENAP. Viví allí hasta el día en el que cumplí los siete años.

Nuestro departamento era grande y agradable, tenía numerosas piezas y todo tipo de comodidades. A veces lo visito mentalmente, pieza por pieza, y trato de recordar todos los detalles que puedo. Los muebles del living tenían una decoración de junco en los costados. Un día, con unas tijeras en mis manos, descubrí el placer irresistible de hacer caminitos en el junco de uno de los sillones. Algo en mí decía que mi madre no iba a apreciar mi obra, pero ¿cómo explicar a un adulto que a los cuatro o cinco años la lógica de los niños no entiende las razones de los adultos? No recuerdo si mi madre se enojó o no, supongo que sí. Lo que sí recuerdo es que gocé haciéndolo y por esa sola razón me digo que la experiencia valió la pena.

De los muchos recuerdos de esa época tengo dos recuerdos de la Nona. La Nona había venido a nuestro departamento y me impresionó muchísimo que, como no podía caminar debido a su artrosis, había que llevarla al baño. Para una niña de dos años eso marca: aún veo a mi madre y a mi abuela sujetándola para ayudarla a desplazarse. El otro recuerdo que tengo de ella es en su dormitorio, en su casa, en su cama. Su pieza era como un santuario, tenía un verdadero altar y, como no podía caminar, el cura iba a hacerle la misa a casa. La Nona murió a los 86 años en septiembre del año 1953.

Para mí la Nona era como Matusalén y la ex Yugoslavia era como un mito de la prehistoria. La Nona era la abuela de mi madre por el lado materno. Cuando emigró en 1896, emigró como austríaca. Nicolás, el padre de mi madre había llegado de un pueblo Dálmata cerca de Ston por el año 1904 y se había casado con Paulina. Mis abuelos hablaban entre ellos en croata y en castellano con sus hijos. Así podían hablar tranquilos sin que sus hijos entendiesen.

Mis abuelos tenían un almacén. Lo que más recuerdo del almacén son unas galletas que tenían un escarchado rosado o blanco por afuera y los gatos que andaban por las escaleras de afuera. A penas recuerdo a mi abuelo. Lo veo trabajando en su almacén, entreteniéndose jugando con un juego de dominó con el que hacía figuras que le divertía hacer caer. Lo veo en su cama tosiendo con su asma. Nicolás murió en 1957. En ese entonces nos habíamos trasladado a Iquique, 3.700 Km. al Norte de Punta Arenas. En 1970, cuando regresé, pude visitar el cementerio donde lo enterraron. La próxima vez que vaya buscaré la tumba de mis bisabuelos, en alguna parte deben estar.

El libro de Campos Menéndez cuenta la historia de la construcción de la ciudad de Punta Arenas, de la Plaza y de los edificios que la rodean; cuenta hasta la historia del invernadero de la casa de la Sara Braun que tanto me fascinaba. También cuenta de los naufragios terribles en las aguas de los canales y explica la emigración de los austríacos de entonces. El austríaco del barco, Adanic, no era en realidad un austríaco, era un croata de la isla de Brac. Según la novela, Adanic fue el primero, después hizo venir a unos primos y veinte años depués eran 1.500 Bracianos en Punta Arenas. Mi bisabuela, la Nona también venía de la Isla de Brac. ¡Cómo no estar emocionada!, en ese libro incluso aprendo como era la Isla de Brac en la época en que mi bisabuela vivía allá. Son temas de los que nunca escuché mencionar ni siquiera una palabra en mi familia.

La verdad es que Punta Arenas estaba lleno de croatas y quizás había más croatas que chilenos-chilenos. Cuando llegó la Nona, la ciudad tenía algo así como 4.000 habitantes, entre los cuales, casi la mitad provenía de la isla de Brac. El primero en llegar de esa isla lo hizo en 1885 y venía de Postire, se llamaba Mariano Matulić. La Nona se llamaba Francisca Mátulić y había nacido en Postire en 1871.