Es miércoles y, como de costumbre, almuerzo temprano y me entretengo porque comparto una mesa con unos colegas muy simpáticos del hospital en el que trabajo. Es el único momento de la semana en el que los veo y a veces pasan semanas sin que nos crucemos. Ellos saben que soy chilena, pero fuera de eso, no saben casi nada de mí.
Cuando llegué a Grenoble en 1976, después de casarme en Chile con Patrick, me empeñé en integrarme lo mejor y lo más rápido posible. Yo había vivido ya durante mi infancia dos experiencias dolorosas de cambios de ciudad al interior de Chile y esos cambios me habían servido de lección. Me instalé en Francia sin dejar nacer la nostalgia. En
La primera ola de nostalgia me sorprendió cuando regresé a Chile por primera vez después de haber pasado cuatro años embebiéndome de la vida francesa. Mi segundo hijo nació poco después y entonces me dolió cantarle canciones de cuna en francés, Anne-Sophie no entendía el español. La nostalgia empezó a insinuarse lentamente haciendo algunos surcos en mi alma. No le pude poner nombre a lo que yo añoraba, no deseaba retornar, mi lugar estaba acá en Francia. Lo que yo sentía no se parecía a lo que sentían otros expatriados, más que nostalgia era una crisis de identidad, y la imagen de mí que veía reflejada en los ojos de mis amigos no se parecía en nada a la persona que yo me sentía ser. Me nació un deseo profundo de entender cuáles eran mis verdaderas raíces para poder ponerle así un nombre a mi nostalgia. Mi nostalgia no es sólo por la tristeza de la separación, es por el temor del olvido de todo el camino andado por mis antepasados y por mí misma y que me ha hecho llegar hasta el lugar donde me encuentro. Siento el deber de lograr explicar a mis hijos la parte de la historia que les viene a través de mí.
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