sábado, 12 de mayo de 2007

Capítulo I.1 Punta Arenas, Darko, Elías

Febrero 1998

Es miércoles y, como de costumbre, almuerzo temprano y me entretengo porque comparto una mesa con unos colegas muy simpáticos del hospital en el que trabajo. Es el único momento de la semana en el que los veo y a veces pasan semanas sin que nos crucemos. Ellos saben que soy chilena, pero fuera de eso, no saben casi nada de mí.

Cuando llegué a Grenoble en 1976, después de casarme en Chile con Patrick, me empeñé en integrarme lo mejor y lo más rápido posible. Yo había vivido ya durante mi infancia dos experiencias dolorosas de cambios de ciudad al interior de Chile y esos cambios me habían servido de lección. Me instalé en Francia sin dejar nacer la nostalgia. En 1978, a los seis meses de mi primer embarazo y sin que ninguna ecografía me lo hubiese dicho, sentí que tendría una niña. Daba vueltas y vueltas a todos los nombres que podría darle y ninguno me gustaba. Un día escuché a una niña tocar maravillosamente bien un violín y la emoción que sentí llegó a lo más profundo de mi ser. Quise saber su nombre y se llamaba Anne-Sophie: Anne, como mi madre Ana, y Sophie, como mi abuela Sofia. Es verdad que no tenía nostalgia, pero la familia es la familia y todas mis dudas se disiparon definitivamente. Fui feliz arrullando a mi Anne-Sophie con canciones de cuna francesas. Estuve orgullosa cuando a sus dieciocho meses hacía lindas frases en francés, nadie podría decir que ella lo hablaba mal por culpa de su madre latinoamericana. Me sentía merecer mejor así a mi familia adoptiva, que es una familia sólida y, a gran diferencia de la mía, con raíces desde hace cientos de años en una misma región. Para mí eso era algo extraordinario.

La primera ola de nostalgia me sorprendió cuando regresé a Chile por primera vez después de haber pasado cuatro años embebiéndome de la vida francesa. Mi segundo hijo nació poco después y entonces me dolió cantarle canciones de cuna en francés, Anne-Sophie no entendía el español. La nostalgia empezó a insinuarse lentamente haciendo algunos surcos en mi alma. No le pude poner nombre a lo que yo añoraba, no deseaba retornar, mi lugar estaba acá en Francia. Lo que yo sentía no se parecía a lo que sentían otros expatriados, más que nostalgia era una crisis de identidad, y la imagen de mí que veía reflejada en los ojos de mis amigos no se parecía en nada a la persona que yo me sentía ser. Me nació un deseo profundo de entender cuáles eran mis verdaderas raíces para poder ponerle así un nombre a mi nostalgia. Mi nostalgia no es sólo por la tristeza de la separación, es por el temor del olvido de todo el camino andado por mis antepasados y por mí misma y que me ha hecho llegar hasta el lugar donde me encuentro. Siento el deber de lograr explicar a mis hijos la parte de la historia que les viene a través de mí.

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