sábado, 12 de mayo de 2007

Capítulo I.2 Punta Arenas, Darko, Elías

En diciembre de 1949, en Punta Arenas, hubo un temblor largo y suave. Anita se asustó mucho, corrió hacia las escaleras de su segundo piso en la calle Errázuriz, tomó de la mano a Sonia, que tenía sólo un año y medio, y trató de bajar. Ana María era más grande y podía bajar sola. Yo estaba a punto de nacer y para mi madre la tarea de bajar las escaleras no fue simple. Nací poco tiempo después y, en mi familia, dicen que fue por eso que me quedó un miedo incurable a los temblores. Anita casi murió de hemorragia durante el parto, pero a pesar de eso, y del hecho que fui una tercera mujer, igual me quisieron. Y me quisieron mucho. Cada día que pasa lo veo más claro.

Punta Arenas es un hermoso puerto con mucha actividad y carácter. Las casas tienen los techos muy inclinados y la mayoría de ellos son de color rojizo. Se dice por ello, y por otras razones, que tiene carácter inglés. Punta Arenas está en la península de Brunswick, que es la última tierra firme del continente americano. El Estrecho de Magallanes separa la península de la isla de Tierra del Fuego y de todas las otras islas que terminan lo que queda de la Cordillera de los Andes. Nací en aquella lejana tierra, que es una tierra buena, para quién la conoce, la ama y la respeta.

–¿Sabes?, estoy leyendo unos libros muy entretenidos en los que se habla de Chile –dice mi colega Christian. –Es la historia de dos parejas de franceses que parten en 1870 a buscar fortuna a Chile, es muy entretenida. Son tres tomos, el primero cuenta de las peripecias del viaje de emigración, el segundo gira en torno de La Guerra del Pacífico y el tercero habla de la construcción del Canal de Panamá. No te puedo prestar los libros porque los pedí en una biblioteca, pero te puedo dar las referencias si tú lo deseas.

¡Qué me han dicho! Me encanta leer novelas. El fin de semana me apresuro a ir a una librería y compro los dos primeros tomos. Dentro de pocos días empiezan las vacaciones de invierno y será el momento ideal para gozar de un buen libro.

La lectura es muy fácil y amena. Comparto el placer de esta lectura con mi amiga Jeanne y con su madre, Yvonne, quien me regala el tercer tomo. Nos entretenemos mucho durante las vacaciones leyendo cada una un tomo diferente. En el primer tomo el autor cuenta, entre otras cosas, las razones por qué los protagonistas deciden partir, las dificultades que viven durante el largo viaje en barco entre Marsella y Santiago, pasando por las aguas terribles de los canales de la Patagonia.

Al leer esta historia me quedé pensando que de una manera u otra todos mis antepasados hicieron ese mismo viaje. Que ignoro casi todo de la verdadera historia de mis antepasados. El primer libro de Michelet es una linda novela, pero el contexto histórico no responde a mis numerosísimas interrogantes. Mis abuelos y bisabuelos paternos venían de Rusia y los del lado materno de la costa Dálmata del mar Adriático. Los antepasados de mi madre, cuando llegaron, se instalaron en Punta Arenas y no en la zona central, como lo hicieron los protagonistas del libro de Michelet.

La familia de mi padre sí se instaló en la zona central, primero en Concepción y después en Santiago. Esa familia siempre ha sido un misterio para mí, porque mi padre hablaba poco, porque mis abuelos murieron antes de que yo los conociese y porque durante mis primeros trece años vivimos muy lejos de nuestros tíos, tías y primos. Cuando nos fuimos a vivir a Santiago en 1963 tampoco los veíamos mucho porque no nos resultaba natural hacerlo ya que no habíamos crecido cerca de ellos. Los primos por ese lado eran muy numerosos y yo les envidiaba el hecho de conocerse, frecuentarse y entretenerse tanto juntos. Es triste tener una familia así y no poder gozarla. En esos tiempos, por el año 1963 o 1964, supe por casualidad que el apellido de mi padre era de origen judío. Lo escuché en una conversación banal entre mis hermanas que aparentemente lo sabían desde hace muchísimo tiempo. Me chocó mucho que a nadie se le hubiese ocurrido hablarme de ello y que no me hayan informado de la cosa cuando vine al mundo ya que me parecía tener cierta importancia. Yo no tenía cómo adivinarlo porque mi padre, su hermano y todas sus hermanas se habían casado por la Iglesia Católica. Cuando lo descubrí imaginé miles de cosas, pero no le pregunté nada a nadie hasta que un día, después de algunos años y pensarlo mucho, interrogué por carta a mi padre. Yo tenía dieciocho años. Él me explicó que no valía la pena imaginar cosas terribles, que la respuesta era muy simple. Que él nunca había sentido que los cromosomas que llevaba tuvieran importancia, ni que ellos lo obligaran a practicar una religión en lugar de otra, que lo único que contaba era lo que llevábamos en el corazón y nuestras propias convicciones. Me explicó todo eso de manera muy hermosa, pero dándome a entender que era una absurdidad seguir haciendo preguntas en esa dirección. Bueno, aunque mis interrogantes no tenían mucho que ver con la religión no pregunté nunca nada más. Los orígenes de la familia de mi padre quedaron para mí desde entonces como un profundo misterio.

En esa época logré saber que mis abuelos habían llegado de Rusia a principios de siglo y que se habían casado en Chile. Mi abuelo paterno había tenido una tienda en Los Ángeles y se había ganado con ella su vida hasta el día en que un incendio lo destruyó todo. Después de eso buscó en el azar del juego la suerte perdida y como ese método no agradó en nada a mi abuela, mis abuelos terminaron separándose cuando mi padre era aún bastante joven. Tía Eldha, la mayor de los hijos, se puso a trabajar para mantener a la familia y gracias a ello mi padre pudo terminar sus estudios secundarios. Sus buenas notas le permitieron obtener una beca del gobierno chileno para cursar sus estudios universitarios dejándolo agradecido para siempre de un país que permitía salir adelante a la gente por sus puros méritos.

Mi padre nunca hablaba de mi abuelo Enrique que había fallecido cuando yo tenía dos años. Para él era doloroso recordar a un padre que los había hecho sufrir muchísimo con su debilidad por el juego. El recuerdo de mi abuela Sofía era aún más doloroso para él. Ella había fallecido en el año 1943 como consecuencia de un error durante una operación benigna, tenía sólo 52 años. Mi padre tampoco hablaba de mi abuela y yo adivinaba que era debido a la tristeza que ello le producía. Nadie me contó nunca nada de su carácter, ni de por qué había empezado a rezarle a escondidas a los santos, ni a escondidas de quién lo hacía. En las repisas del escritorio de Iquique, ciudad donde viví entre los siete y los trece años, había una foto de mi abuela Sofía. No sé cuántas veces habré mirado esa foto preguntándome cómo habría sido conocerla como abuela.

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