sábado, 24 de mayo de 2008

Tapa y contratapa


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Capítulo IV PORT LA NOUVELLE, IQUIQUE

De regreso a Port la Nouvelle necesité un par de días para poder salir del estado de aturdimiento en el que quedé al volver de Barcelona. El martes Patrick y Camille regresaron a Grenoble y el miércoles Jeanne partió con sus hijos a continuar sus vacaciones en casa de una amiga. Era justo lo que yo necesitaba, el oído atento de Yvonne y muchísima calma.

Estoy cansada, todo da vueltas en mi mente, no puedo dejar de pensar en mi reciente viaje, pero no es sólo eso, es todo lo que me sucede desde hace varios meses.

–Yvonne, debería escribir todo lo que me ha pasado, es demasiado y no puedo callarlo. ¿Sabes?, si fuera escritora escribiría un libro. Lo pienso, pero sin tomar la idea en serio, desde el día en que mi padre me contó lo del naufragio de Elías. No entiendo por qué me está sucediendo todo esto, pero si no lo escribo creo que me volveré loca.

–Mañana te regalaré un cuaderno para que empieces a escribir, dice Yvonne.

–¡Fantástico!, mañana mismo empiezo.

–Y cuando te ganes el premio Goncourt dirás que lo empezaste en Port la Nouvelle.

–¡Te lo prometo!

Nos reímos mucho imaginándonos años más tarde. Transformada en gran escritora enterraría mi trabajo en informática. Me dedicaría a escribir, leer y a hacer miles de cosas divertidas que antes nunca habría imaginado posibles para mí. Además, las ocasiones de estar juntas y tranquilas serían numerosas. Por supuesto que llevaría Yvonne a la televisión conmigo cuando me invitasen a presentar mis libros.

Al día siguiente no espero que Yvonne me compre un cuaderno. Voy yo misma. De verdad lo hago sin creer que escribiré más de tres páginas. Compro un pequeño cuaderno de colegial de escuela primaria, el más barato y me siento con mi primera página en blanco.

Tengo un gran dilema, no sé en qué idioma escribir. Deseo hacerlo en francés, así mis amigas y amigos podrían ir leyendo lo que quisiera mostrarles. Mi hermana Ana María habla perfectamente el francés y podría leer con facilidad y comentar lo que diga sobre la familia. Yvonne me ayudaría con su crítica “literaria” y estoy segura de que me estimularía mucho. Una de mis motivaciones de escribir es explicarles a mis amigos franceses de dónde salgo, toda esta historia que llevo a cuestas, estoy segura que más de uno estaría sorprendido. El problema es, que si escribo en francés, no podré comunicar lo que escriba a Darko, Claudette y Antonio y eso no puede ser. Patrick y mis hijos entienden el español, deberían ser capaces de leerlo con cierto esfuerzo. La decisión es difícil y, aunque siento que estaré muy sola si escribo en español, no veo otra solución que hacerlo así. Me da mucha tristeza el saber que no podré compartir mi escritura con Yvonne.

Tengo otro dilema. Mi mente está llena de historias, pero no tengo ninguna idea lo que significa ponerse a escribir, no sé qué escribir y aún menos cómo hacerlo. Por un lado está la historia de Elías y de Darko, que necesita ser escrita ahora mismo, la visita a Barcelona me ha sacudido mucho. Por otro lado, desde hace muchos años se prepara algo dentro de mí. Todo se mezcla, pero no sé por donde empezar. En mi mente llevo dos libros, dos idiomas, dos países. Mi infancia también está cortada en dos.

En Punta Arenas dejé toda la seguridad del mundo que conocía hasta entonces, dejé incluso mi calidad inestimable de hija menor. Nuestro traslado a Iquique fue un cambio muy duro para mí. Al sólo pensar en ese cambio siento una gran tristeza.

No sólo yo estaba triste, las casas tenían banderas negras a media asta por el cierre de las últimas de las oficinas salitreras que se habían convertido de un día para otro en pueblos fantasmas. El aspecto general del lugar hacía que todos los recién llegados nos sintiésemos agobiados. Fuera de las banderas negras, lo que más nos llamó la atención al llegar fue lo seco y pobre del lugar. Había algunas palmeras raquíticas, las casas eran feas y sin jardines y los cerros completamente pelados, sin ningún árbol. Llegando de los bosques verdes y de la riqueza de la Patagonia, la sequedad y pobreza de Iquique eran como un castigo. Era tan seco que cuando había un incendio no era raro que se propagara destrozando barrios enteros. A mí me tocó ver el incendio de una manzana cerca de mi casa y tener miedo de que el fuego se propagara hacia la nuestra, por suerte no fue así. Nos contaban de incendios que habían destruido siete o trece manzanas de una vez.

Los iquiqueños nos decían que no nos preocupásemos, que cuando la gente llegaba a Iquique, llegaba llorando, pero que cuando la gente se iba, se iba llorando también. Y tenían razón.

Las primeras cosas buenas que descubrimos fueron la playa y el mar.

Cuando llegamos mi madre llevaba seis meses de embarazo, era verano. En esa época las mujeres en estado interesante no iban a los balnearios. Eso no fue razón suficiente para disuadirla. Ella acababa de pasar los primeros treinta y ocho años de su vida en Punta Arenas y uno de sus sueños era gozar de una buena playa. Siguiendo con la lógica de la época no existían trajes de baño para mujeres embarazadas. Siguiendo con la lógica de mi madre, había que encontrar una solución. Mi madre tijereteó un pijama y le rogó a mi padre, que era el dueño de la prenda sacrificada, que nos llevara a una playa alejada. En Iquique faltaba de todo salvo las playas buenas y solitarias. Tengo un recuerdo maravilloso de mi madre gozando su primera inmersión en las aguas iquiqueñas. Desde entonces, ir de vacaciones a una buena playa, me cura de todas mis penas. Ninguna otra cosa tiene ese poder.

Para poder gozar las playas de Iquique era indispensable saber nadar y adaptar nuestras pieles blanquísimas al sol fuerte de esas latitudes. Mi madre se encargó de la natación y mi padre del bronceado. A pesar de sus casi cuarenta años, Anita, que no sabía nadar, aprendió a hacerlo mejor que nadie aplicando la misma técnica que había empleado veintitantos años antes para aprender a conducir. Tenía unos diecisiete o dieciocho años y soñaba con manejar. Soñaba tanto que se veía manejando el coche de mi abuelo. Se veía pasando los cambios, dando vuelta el manubrio, circulando por las calles. Se veía con precisión haciendo cada gesto. Observaba los gestos de mi abuelo cada vez que podía y después revisaba sus conocimientos en su cama, una noche después de otra. Cuando se sintió lista, sin decirle nada a nadie, tomó el automóvil de mi abuelo y salió a pasear feliz por las calles de Punta Arenas. Las lecciones de natación solas, sin esa maravillosa técnica, nunca habrían logrado realizar esa proeza. Volviendo al sol, aún escucho los consejos de mi padre. El primer día cinco minutos, el segundo diez, etc. y al cabo de un tiempo nuestra piel tomó un color dorado que no se iba de un verano a otro. Los inviernos eran cortos, íbamos a la playa entre septiembre y abril y así lo hicimos durante seis años seguidos.

Muchas veces organizábamos paseos a playas lejanas con los tíos y tías. Partíamos por el día con carpas, mesas y manteles. En esas ocasiones también gozábamos de la pesca. Mi padre amaba la pesca y a mí me encantaba pescar con él. Él con su carrete, yo con el mío. También me gustaba arrancar las lapas de las rocas y comérmelas. Él gozaba más que nadie. Había encargado por catálogo a Estados Unidos un traje de pesca submarina, el traje había llegado, pero había llegado enteramente desarmado. Tuvo que ingeniárselas como pudo para pegar los pedazos como si se tratase de un verdadero rompecabezas. El trabajo no fue perdido ya que le permitió realizar sus sueños de arponear los enormes lenguados de Playa Blanca. A mi madre nunca le ha gustado limpiar los pescados. Mi padre me lo enseñó en esa época y aún se lo agradezco. No sólo pescábamos en la playa, mi padre me llevaba algunas veces por la noche a pescar al muelle. Sacábamos camarones y me los comía vivos allí mismo.

En Iquique la comida no era la misma que en Punta Arenas. Aprendimos a comer el pescado crudo macerado en limón, como lo hacían tan bien los peruanos, el cebiche de lenguado es delicioso. Los erizos eran mi plato preferido. El mar nos daba todo tipo de productos y los oasis del desierto nos daban fruta tropical que no se conocía ni en Santiago, teníamos mangos, tumbos y guayabas. La pesca se hacía también de manera industrial. La pequeña industria de las pesqueras de anchoveta comenzó en los años cincuenta, después de la crisis del salitre. A unos cinco kilómetros al sur de Iquique había una antigua planta ballenera aún utilizada. Unos de los amigos de mis padres, tío Jorge, era responsable de esa planta. Me tocó ir a la ballenera y contemplar el espectáculo impresionante de una ballena descuartizada en plena faena. Era raro que los olores de la ballenera llegaran hasta Iquique, pero había días en que los de las pesqueras de anchoveta lo impregnaban todo.

El Pacífico simbolizaba la vida, pero también una terrible amenaza. En 1960 el sur de Chile sufrió el peor terremoto que haya tenido el planeta en el siglo XX. El terremoto del sur fue seguido de un maremoto gigantesco. Todos los fantasmas de los muertos en el Norte Grande por los dos maremotos del siglo precedente se despertaron asustando a la población. Vivíamos aterrados, con el auto cargado y listos para arrancar en caso de alerta.

Cuando llegamos a Iquique nos instalamos en una casa de la calle Vivar. Era una casa de verdad y no un piso en un edificio, la casa era en forma de U y teníamos un patio interior. Al medio del patio había una pérgola con una buganvilla y un jazmín. Nuestra casa, como todas las casas, tenía tambores con agua potable arriba de los techos. Esto era posible porque los techos eran horizontales y no inclinados como en Punta Arenas. Un techo horizontal tiene también la ventaja de permitir a los niños jugar en ellos y no nos privábamos de hacerlo. El agua era dada sólo por las mañanas y era cortada a la diez, el resto del día había que arreglárselas con la reserva. Así aprendí a dejar pasar mucho tiempo sin ducharme, pero entre los siete y los doce años eso no tiene mucha importancia. Tuvimos que resignarnos a olvidar los largos baños de tina que nos dábamos antes. El sistema para calentar el agua de la ducha era muy original y muy complicado para un niño: había un recipiente en el que se debía poner un poco de alcohol de quemar, encenderlo con una cerilla, luego lavarse muy rápido para economizar el agua y lograr terminar antes de que el alcohol se consumiera. Entiendo que mi madre no haya insistido en esos momentos en nuestra higiene. Además de la escasez de agua ella tenía otras preocupaciones. Así y todo recuerdo nuestra casa de Iquique con mucho cariño.

En 1992 fui a Chile con mi familia francesa y pudimos hacer un maravilloso viaje por tierra al Norte. Mis niños supieron así lo que es el desierto, el Valle de la Luna y bañarse en el agua caliente de las cochas del oasis de Pica. En Iquique fui a la calle Vivar y la casa estaba aún de pie. Golpeé la puerta de la que fue mi casa y me dejaron entrar. El interior de la casa había cambiado, las polillas habían devorado las planchas de madera del piso y de las persianas. Con gran emoción descubrí que lo que no había cambiado era la buganvilla y el jazmín. Tomé una flor de jazmín y me la llevé.

Mi infancia en Iquique me llena de recuerdos y de nostalgia. Me pregunto qué relación existe entre la niña que era yo en Iquique y la mujer que soy ahora y que está en estos momentos en Port la Nouvelle sentada frente a un pequeño cuaderno y pensando en la historia de Darko.

Todos dicen que las introducciones deben escribirse al final. Tengo una vaga idea de lo que querría escribir. No resisto a la tentación de escribir dos introducciones. Una sería para el libro de mi propia historia, la otra sería para una novela que contaría la historia de Darko. Imagino esta última introducción como una carta que yo escribiría a Gaviota, la famosa prima sicóloga de Darko, que crucé en su oficina, y con la que tanto quisiera poder hablar:

Port La nouvelle, 12-08-1998

Querida Gaviota,

Lo que he descubierto de la historia de la familia de Darko me recuerda un caso, que leí hace años en un libro divertido y profundo de Jeanne Van den Brouck, en el que cuenta como en una familia, durante cuatro generaciones seguidas, las madres abandonaron a sus hijas. La bisnieta, abandonada por su madre y a punto de dejar a su hija logró romper el círculo vicioso al entender lo que le pasó a su bisabuela. Así sanó del trauma del abandono a cuatro generaciones de mujeres y a toda la descendencia.

De lo poco que conozco de ti, sé que además de ser prima por el lado materno de Darko eres amiga de él y de sus hermanos. Tú eres sicóloga. Entiendo que percibes mejor que nadie el dolor que llevan a cuestas y que intentas por todos los medios encontrar alguna clave que permita abrir la prisión de silencio que los tiene encerrados desde la infancia. Ana me contó que te interesas en la sicología transgeneracional. No sé exactamente lo que eso es, pero me imagino que la lectura de esta historia podría interesarte.

En resumen, el azar ha querido que buscando mis propias raíces haya encontrado a Darko y con él la rama perdida de los descendientes de mi bisabuelo Elías. El azar e Internet han querido mucho más. Podrás comprobarlo por ti misma cuando leas mi relato. Todo ha sucedido como si una mano invisible me incitara a continuar. A veces tengo la sensación de que esta búsqueda tiene un sentido que me sobrepasa. Si creyera en lo sobrenatural te diría que alguien me está empujando con la finalidad de venir en ayuda de Darko y de sus hermanos. De verdad, aunque mi búsqueda no sea por Darko, vivo con una extraña sensación de magia desde el día en que se me ocurrió preguntar quiénes eran mis bisabuelos maternos y el cómo y el porqué de su viaje a Chile.

Los meses que han pasado desde entonces los he vivido con mucha intensidad. Los he vivido con la sensación increíble de ser un personaje dentro una novela, viviendo un capítulo después de otro, los hechos se han dado solos. Todos los elementos de una novela están presentes: la historia de la emigración croata a Chile, lugares míticos como la Patagonia de mi infancia, traumas familiares como los de los ascendientes masculinos de Darko, la magia de Internet. Ello me ha decidido a lanzarme en esta idea loca de escribir un libro y compartir mis emociones.

El capítulo actual de esta historia es mi viaje reciente a Barcelona y el encuentro tan deseado como temido con Darko. Aún no logro asimilar todo lo que ha pasado en ese encuentro. Quedé con la fuerte impresión de que todos los allá presentes, incluso tú, esperaban desde hace veinticinco años que algo o alguien les trajera la memoria y la palabra perdida. Que me tocó a mí. Que mi papel en la historia de Darko se termina, pero que el tuyo no. Por esta razón me apresuro en escribirte lo que acaba de suceder.

Espero que mi relato te interese y te divierta aún en los capítulos que nada tengan que ver con nuestros primos comunes.

Te deseo mucho éxito

un abrazo,

Maribel

Me entretengo leyendo a Yvonne lo que he escrito. La verdad es que sería divertido si yo le enviase la carta a Gaviota. No tengo su dirección y además una carta así, con el colorcito que le he puesto, va bien para un libro, pero sería completamente ridículo enviarla de verdad.

El viernes tomo el tren de regreso a casa. Hace un calor espantoso y el tren está repleto. Menos mal que había reservado un asiento. En el tren saco mi pequeño cuaderno de colegial y escribo de una tirada mi encuentro con Ana, me hace muy bien hacerlo, en cierto modo me siento más liviana, como liberada. En cuanto a mi encuentro con Darko me gustaría hacer lo mismo, pero no soy capaz ni de pensar en ello, quizás algún día lo haré. Por el momento no puedo. Me desconecto completamente de su historia y para ello vuelvo a mis recuerdos de infancia. Iquique es otro mundo, allí no hubo más familia que la de mis padres y de mis hermanos.

Iquique estaba en esa época lleno de pulgas, lo que era un suplicio para recién llegados como nosotros. Tuvimos que aprender a cazar las pulgas y eso es todo un arte. La caza de la pulga se divide en dos etapas, la captura y la destrucción. Para lograr la captura se necesita tener muy buenos ojos, muy buena luz y estar informado del hecho que una pulga se desplaza rápido sólo cuando salta y que no puede saltar si una sábana o una tela se lo impide. Se recomienda ir levantando la ropa de a poquito. En caso de ver a la pulga hay que impedirle que salte disminuyendo la apertura de la sábana o de la ropa, mojar con algo de saliva las yemas de los dedos pulgar e índice de la mano derecha (izquierda para los zurdos) y capturar el insecto entre las dos yemas. De nada sirve apretar mucho pues eso hace perder la sensibilidad de las yemas sin matar a la pulga, el animal tiene un caparazón muy sólido y muy resistente. Sin separar las yemas completamente, se abre un poquito para dejar ver parcialmente el insecto. Con la uña del dedo mayor o del índice de la otra mano se debe cortar las patas, y si se puede, cortar al animal en dos. Sólo entonces se puede volver a separar las yemas de los dedos de la mano derecha.

Dicen que en el Norte las niñas se desarrollan más rápido, pero yo no lo comprobé. Lo que sí pudimos constatar fue que la tasa de fecundidad de las puntarenenses recién llegadas aumentó notablemente y que nacieron puros varones. Mi hermano tuvo así varios amiguitos. Hablando de mi hermano no sólo se contentó de acaparar toda la atención de mi madre, siendo un varón y un bebé hermoso como el sol. Él no encontró nada mejor que caer enfermo muy grave. En 1957 una epidemia de influenza terrible asoló el planeta. Se enfermó. Su corazón, quizás demasiado lleno de tanto amor que le dimos, se puso a crecer tanto que le apretaba los pulmones y le costaba respirar. Anita se asustó mucho, pero siguió dándole mucho amor, todo el que podía darle. A pesar de eso el corazón no se le reventó. Mi tía Quela, una de las cuatro hermanas de mi padre, hizo una manda a la virgen de Lo Vásquez. A los dos años las proporciones de los órganos internos de mi hermano se normalizaron y la felicidad volvió a nuestro hogar. Una sombra sí, mi abuelo se había ido sin retorno en agosto de 1957. Mi madre no pudo hacer el viaje al entierro, porque su hijo la necesitaba.

En esos tiempos tuve que aprender a adaptarme, sin la ayuda de mi madre que estaba muy ocupada con mi hermano, a todas las cosas nuevas que me sucedían. No todo fue divertido. Llegando a Iquique fuimos a un colegio en el que se enseñaba el inglés, pero que no tenía nada en común con nuestro añorado British School de Punta Arenas. Ese cambio fue desastroso para mí. Lo fue tanto que en el colegio me bautizaron “cristalina” porque todo lo que me decían me hacía llorar, como un cristal que se quebrase de apenas tocarlo. Ana María, mi hermana mayor, que siempre había sido como una segunda madre para mí, estaba ocupada con sus estudios. Sonia me ayudó como pudo, pero como nuestras relaciones nunca han sido buenas ni fáciles, su ayuda no fue completamente eficaz. Le agradezco profundamente el esfuerzo que trató de hacer hacia mí en esos momentos. Por suerte mi madre estaba tan ocupada regaloneando a mi hermano enfermo que se le olvidó completamente inscribirnos para el año siguiente. Gracias a eso pude por fin iniciar mi vida de santa en el Colegio María Auxiliadora.

Yo había cumplido mis nueve años. A esa edad uno vive en un estado de gracia entre la niñez y el estado adulto. No creo que mi estado de gracia se debiera a mi primera comunión, ni a mi reciente confirmación con el obispo, ni a mis deseos de ser santa inculcados por Sor Angela. Era cosa de la edad. Mi estado entre dos edades me permitía, sin ser sicóloga, entender al mismo tiempo el mundo de los adultos y el mundo de mi hermano que acababa de cumplir sus dos años. Yo veía que mi hermano no era tan inocente como mis padres lo creían. Observaba cómo ellos caían en todas las trampas que les tendía para obtener todo lo que él deseaba. No es que yo estuviese celosa, lo quería mucho de verdad. Comprobé simplemente que mis pobres padres no podían acceder a cierta parte de la infancia. Mi descubrimiento sobre esa dificultad de los adultos me llevó a la conclusión de que si quería seguir entendiendo el mundo de los niños no debía olvidar mi propia infancia. Fue así que logré rescatar del olvido muchos recuerdos de mi pequeña infancia. La verdad es que, a pesar de ello, hace mucho tiempo que se terminó el estado de gracia y que pasé definitivamente al mundo de los mayores.

Una de las muchas cosas que aprendí con esas monjas fue que los judíos habían crucificado a Jesús y que por ello eran muy malos. En ese tiempo a nadie en mi familia se le había ocurrido explicarme que la familia rusa de mi padre era una familia judía.

Quise de verdad a esas monjas, que nos enseñaban a ser niñas muy buenas y a los nueve años eso me convenía. Tuve la suerte de conocer allí a Amalia, la única amiga que conservo desde mi niñez. Ella me consoló de todas mis penas y con ella jugué todo lo que se puede desear jugar entre los nueve y los trece años. El padre de Amalia era comandante de la base naval Lynch, que quedaba en una pequeña península. La hija de nueve años tenía ciertos privilegios y yo los aprovechaba con ella. El mayor de los privilegios era tener de vez en cuando, para nosotras solas, una increíble piscina natural de agua de mar en la roca. Teníamos nuestros rincones, nuestras grutas y todo lo que un niño puede desear, y yo tenía una amiga con la cual podía contar. En esa época yo ya estaba llena de preguntas existenciales sin respuestas. La mejor prueba de amistad que me daba Amalia era la de soportar escuchar mis elucubraciones filosóficas y discursos durante horas y horas.

Otra de las cosas maravillosas de vivir en Iquique era la cercanía de la Pampa del Tamarugal.

En la pampa se encuentra todo tipo de cosas extraordinarias. Un joven del equipo de mi padre encontró un hueso que le pareció ser el de un burro enorme y que resultó ser el de un megaterio, un mamífero que vivía hace diez o cien mil años. También se encontraban vestigios de la guerra del Pacífico, en casa teníamos una bayoneta recogida en alguna parte del desierto. La sequedad es tan grande que dicen que aún se encuentra cadáveres intactos, de esa guerra, pero que al tocarlos se hacen polvo. Conocer la pampa con un padre experto en paleontología, al que cada piedra le contaba sus secretos y al que cada montaña le contaba su historia, era un privilegio enorme. Además de todo eso, papá siempre ha estado enamorado de las estrellas y nos enseñaba la vía láctea con todo su esplendor. El norte de Chile tiene el cielo más claro del mundo y por ello se construyen en esa zona los telescopios más grandes y modernos de la tierra. A veces iba de paseo con él a buscar piedras y a observar fósiles. Más que aprender cosas aprendí a soñar. Es lo que menos he olvidado de todo lo que él me enseñó.

A veces íbamos de vacaciones a la quebrada de Tiliviche. En los dormitorios había claraboyas que nos permitían contemplar las estrellas antes de quedarnos dormidos. La propietaria de la casa de huéspedes, y creo que de la quebrada entera, era una mujer de avanzada edad muy alerta y divertida que quería mucho a mi padre. (Él había permitido que un pozo sísmico, perforado en su valle, y que encontró agua, quedara habilitado para resolverle un serio problema de falta de agua). Doña Dulcinea tenía un tocadiscos antiguo en el que ponía unos discos perforados y al que le daba vueltas una manivela. En las noches jugábamos a las sillas musicales y doña Dulcinea gozaba haciéndonos correr, acelerando el ritmo de la manivela. Me fascinaba recorrer la quebrada de una punta a otra, descubrir las plantaciones de pimientos y de otras plantas cuyos nombres no recuerdo. Lo que más me emocionaba era visitar el pequeño cementerio y leer las inscripciones escritas en las tumbas. Muchos de los nombres eran ingleses. He sabido últimamente que ese era el cementerio de la colonia británica en la época del auge del salitre. En todo caso, a pesar de lo histórico y de lo mágico, la ruta de la Panamericana divide ahora en dos lo que era una maravillosa quebrada. La ruta pasa justamente por el cementerio.

Fuimos un par de veces a admirar la fiesta de La Tirana. En tiempo normal La Tirana es un pueblo muerto, sin un alma, pero cada año durante tres días, culminando el día de la Virgen del Carmen, tiene lugar una increíble fiesta pagano-religiosa. Tres días con polvo, música con ritmo indio que no se detiene nunca y que sigue retumbando en nuestros oídos después de haber dejado el lugar. Hay penitentes que, con las rodillas ensangrentadas, llegan desde lejos al altar a cumplir sus mandas e hijos que cumplen, bailando o arrastrándose, las mandas prometidas por los padres, heredando mandas como otros heredan bienes terrestres. Los bailarines vienen de todas partes del norte de Chile, de Perú y de Bolivia. El origen de esa fiesta es una leyenda extraordinaria sobre una hermosísima princesa Inca o “ñusta” de los tiempos de la conquista. La llamaban “La Tirana del Tamarugal” pues hacía ejecutar sin piedad a los extranjeros que pasaban por su dominio. Ella se enamoró perdidamente de un prisionero portugués convirtiéndose por amor a la religión cristiana y renegando así sus propias reglas. Fue ejecutada con su amante por sus propios vasallos. Moribunda, logró hablarles de la religión y les hizo prometer que la enterrarían con su amado con la cruz de su bautizo sirviendo para decorar sus tumbas. Los descendientes de los vasallos siguen venerando a la ñusta convertida. Pienso que a través de ella veneran la cultura perdida y lo sagrado de la Pampa.

La Pampa es un lugar de misterio, en ella se aprende a meditar en la eternidad, en la inmensidad del cosmos, en lo pequeño que somos y en el poco tiempo que vive el hombre. Conocer la pampa siendo niño ayuda a tomar desde joven la medida justa del hombre en el universo. Meditar en ella de adulto hace comprender la medida del dolor de los pueblos autóctonos que la veneraban y amaban desde hace cientos de años y que fueron obligados a desterrarse después de ser despojados de sus tierras o dejados sin agua por el hombre venido de lejos.

En 1963 dejamos la Pampa, el Desierto y el mar de Iquique y con ellos dejé mi infancia.