sábado, 12 de mayo de 2007

Prólogo de "EL Hilo del Medio"

La mujer chilena, aunque se case, conserva hasta el final de su vida los apellidos de su padre y de su madre. Así conserva su memoria, cada apellido llevando con él parte de su historia.

De niña jugaba con mis hermanas a recitar, entrelazándolos, apellidos de padre, madre, abuela paterna, materna, etc. El juego no debía terminarse antes de llegar al apellido de la madre de nuestra abuela materna, la Nona.

A mí, se me ocurrió enamorarme de un francés, casarme con él y venirme a vivir a Francia. Nunca imaginé que después de veintidós años en este país lo único que quedaría de visible, o mejor dicho de “audible”, de mis orígenes sería un “joli petit accent” hispanoamericano.

Mis hijos apenas conocen mis apellidos de soltera. Mis amigos franceses ni siquiera eso. Creo que es tiempo de explicarles que ser latinoamericana es algo más que un pequeño acento. Que la sangre latinoamericana no es sólo una mezcla a proporciones variables de sangre española e indígena, sino también de muchas otras y que no deben olvidarse.

Todos mis antepasados llegaron a Chile entre 1885 y 1910. Venían de Dalmacia, de las orillas del mar de Azov en Crimea y de Ucrania. El primero de ellos en llegar a Chile fue el abuelo materno de mi madre, Elías Mátković Nikolić. Lo que he escrito se lo dedico a él y a todos los antepasados míos que, dejando para siempre todo lo que conocían, se subieron un día a un barco, atravesaron el Atlántico y se instalaron en la parte de abajo del nuevo mundo a buscar una vida mejor para los suyos.

Dedico también estas páginas a todos aquellos descendientes de inmigrantes, de cualquier parte del mundo, a los que un día se les ocurrió mirar hacia atrás, preguntarse por sus raíces enterradas en otro continente y que encontraron con tristeza que algunas de ellas se quedaron fuera de la tierra para siempre.

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