miércoles, 30 de mayo de 2007

Capítulo I.6 Punta Arenas, Darko, Elías

Creí que ese libro me calmaría, pero mi curiosidad no cesa de crecer. Estoy impaciente de saber quiénes eran mis bisabuelos maternos y cómo y cuándo llegaron a la Patagonia. Creo que tía Filo contaba que su padre era oficial de marina o algo así. Por suerte que Internet existe en 1998 y que los intercambios van muy rápido y, si la respuesta electrónica tarda, siempre existe el recurso al llamado telefónico a Chile. Mi padre, al que todos decimos abulo desde el día que mi hija Anne-Sophie lo llamó así, es un aficionado del correo electrónico y me responde en cuanto recibe mis preguntas:

Domingo 29 de marzo

Maribel

El Abuelo Elías Mátković de Anita llegó como náufrago, pero es puro cuento que haya sido oficial. Éste se arrancó de su casa a los 13-14 años porque tenía una madrastra que lo trataba mal. Su padre era alcalde de “Boca de Cattaro”, según Neva, “de muy buena familia”. El chico, aún analfabeto, se hizo MARINERO y recorrió el mundo. Cuando su buque naufragó en los canales del sur, fue el único sobreviviente, lo salvó un buque de los Menéndez, y los Menéndez lo acogieron y protegieron, dándole trabajo como excelente CARPINTERO. Tenía buena pinta y mucha cancha. Construyó muchas casas en las estancias de los Menéndez. La Nona llegó llamada por yugoslavos de Punta Arenas para casarse con cierto fulano, pero conoció al abuelo y se fugó con él, casándose después.

Un beso, Abulo

Lo que me dice mi padre excita mi imaginación sin límites. La historia del naufragio de mi bisabuelo es más verdadera que la historia del naufragio de los protagonistas de la novela de los Pioneros. Me viene de golpe a la memoria lo que Filo me contaba, y que yo no creía, ¿será cierto? ¿Elías Mátković será el único sobreviviente de un naufragio? ¡Es una historia extraordinaria! ¿Quién era Elías? Filo hablaba de su padre con mucho respeto, decía que era oficial de la marina austro-húngaro, ¿y si fuese verdad?

La última vez que nos vimos con Filo fue en 1992, me habló de su familia, de los yugoslavos de Punta Arenas, ella hablaba aún de yugoslavos, me mostró fotos antiguas y me contó muchas cosas que lamento muchísimo no haber anotado, me contó cosas de mi bisabuelo y de la Nona. También me habló con cariño de Maité, la hija del primer matrimonio de su hermano Mateo, que el padre había desheredado y no quería ver más. Yo apenas sabía que Maité existía, nadie hablaba jamás de ella. Me dijo que no me vería nunca más y me hizo prometerle que iría a visitarla a su tumba, que estaba lista al lado de la de su hijo en el Mausoleo Yugoslavo del Cementerio de Santiago. En 1994, cuando fui a Chile poco después de su muerte, fue con mucha tristeza que cumplí con mi promesa. ¡Qué poca cosa es un nombre en una piedra! ¿Cómo decirle al mundo todo el amor que Filo nos dio?

Filo, antes de enfermarse, preparó un archivo con copia de todos los documentos importantes de la familia en su posesión, copias del certificado del bautizo de la Nona en el pueblo Postire de la isla de Brac, de los certificados de matrimonio religioso y civil de mis bisabuelos, escribió un papel con la fecha de nacimiento de cada uno de sus hermanos y del lugar donde sus padres y hermanos, ya muertos, habían sido enterrados. Hizo varias copias de ese archivo y las repartió. Gracias a ello tengo documentos que son hoy día preciosos para mí. Cuando ella hizo ese trabajo a nadie le interesaba y cuando ella hablaba del naufragio de mi bisabuelo yo no le prestaba mucha atención. Para mí era como un cuento de esos que cuentan las personas de edad para entretener a los jóvenes. Hoy daría cualquier cosa por poder escucharla una vez más.

Volviendo al presente me cuesta sacarme a mi bisabuelo de mis pensamientos. Me cuesta concentrarme en mi trabajo, me da vueltas y vueltas. Llamo a mi hermana a Nantes, a mi tía a París, escribo e-mails, pero sólo yo estoy afectada por este naufragio sucedido hace mas de un siglo. ¿Qué hacer? Necesito compartir mi emoción que no deja de aumentar. Tengo una inspiración, puedo utilizar mi acceso a Internet. No soy una buena internauta, utilizo el correo electrónico y en general me basta y me sobra con ello, no tengo tiempo que perder en andar navegando por la red. Una vez no es costumbre, lanzaré una botella al océano, un anzuelo al agua a ver lo que encuentro. Voy a buscar en Internet si encuentro gente que lleve el apellido de Elías. Ya que me pongo a “navegar” aprovecho a ver si encuentro referencias a personas que lleven los apellidos de mis otros abuelos maternos y paternos. Encuentro algunas, entre las cuales una en inglés a Zoran Letica, un profesor croata que lleva el apellido de mi abuelo materno, le escribo una carta en inglés a la que me responderá unas semanas más tarde, muy amablemente, diciéndome que no es parte de mi familia. No encuentro ninguna referencia que lleve mi apellido paterno, lo que sí encuentro es una página, esta vez en español, de un cierto Darko Mátković que parece ser ingeniero. Darko lleva el apellido de Elías. En su página aparece una dirección de correo electrónico. Le escribo inmediatamente, sobre todo que es muy fácil hacerlo por el idioma. Hay otros personajes con ese apellido, pero con páginas en inglés y no me animo a escribirles.

Lunes, 30 de marzo

Darko

Soy nieta de Paulina Mátković de Punta Arenas Chile.

Vivo en Francia casada con un francés. ¿Es usted de la familia?

Maribel

Cuál no sería mi sorpresa al recibir pocas horas después respuesta del señor Darko Mátković.

Martes, 31 de marzo

Maribel,

No me extrañaría nada. Hay relativamente muy pocos Mátković y yo soy nacido en Chile. En Chile, hoy por hoy solo me constaban dos Mátković de familia muy directa. Mi madre es de Punta Arenas, pero ella no es Mátković. Mi abuelo y mi padre vivían en Santiago. ¿Tenía hermanos Paulina? ¿Eran sus padres de Istria?

Darko

Me dice que su familia es chilena, pero que su abuelo era de Santiago, no me dice que venía de Punta Arenas. Esto me parece rarísimo. Si me hubiese dicho que no venía de Chile tal vez yo no habría insistido. En el fondo, estoy casi segura de que es hijo de un primo hermano de Anita y eso me excita terriblemente. Le envío entonces un e-mail, en el que le digo que pienso que es de la familia y en el que le cuento, con algo de detalles, quién soy, con nombres apellidos y todo. Le comento cuáles son las motivaciones que tuve para ponerme a averiguar sobre la familia; cómo, después de leer el libro Los Pioneros, mi curiosidad aumentó y todo lo que me emocioné al recibir la respuesta de mi padre con la increíble historia del naufragio, texto del que aprovecho de enviarle una copia dentro de mi carta. De verdad que estoy muy entusiasmada. Le cuento de los papeles que dejó tía Filomena, de mis recuerdos de la Nona. ¡Si ya no sé qué no le cuento! ¡Si hasta le comento de los problemas de la vista de algunos miembros de la familia!

lunes, 21 de mayo de 2007

Arbol de los descendientes de Elias

Hacer un clic en el árbol y éste se agrandará

domingo, 20 de mayo de 2007

Capítulo I. 5 Punta Arenas, Darko, Elías

Dicen que las infancias felices no dejan recuerdos, la mía sí. Mi primer recuerdo es de antes de cumplir mi primer año. Mis padres recibían por primera vez un matrimonio de italianos. Recuerdo haber estado sentada en un columpio de tela colgado en el umbral entre el living y el comedor y haber sentido la alegría de tener a mis padres y a estas visitas, de gente que hablaba raro, admirando la maravilla que era yo en esa época. Bueno, todos los niños son una maravilla, pero por entonces yo lo ignoraba. Ellos hablaban raro porque eran Italianos, venían recién llegando a Punta Arenas después de haber vivido un par de años en Argentina. En esos momentos no sabíamos que se quedarían hasta siempre en Chile y que Renata sería hasta su muerte la mejor amiga de mi madre. La voz de Renata aún canta en mis oídos.

Para las grandes ocasiones encrespaban mi pelo liso con unos fierros calientes, que me parece estar viendo todavía. Gracias a esos fierros en las fotos de mis dos primeros años, tengo mi pelo negro casi tan ondulado como el de mi hermana Sonia. Ella era rubia, hermosa y tenía unos maravillosos rulos que le llegaban hasta la mitad de la espalda.

Una vez mis padres daban una fiesta y había en una pieza una enorme montaña de abrigos. Bueno, yo era pequeña, pero era verdad que había muchos abrigos. No sé si fue en esa misma fiesta, o para otra fiesta en esa época, que viví una pésima experiencia. Debo haberme portado muy mal, la cosa es que mi madre no sabía qué hacer conmigo para que no molestara más. Tía Renata –en Chile los niños dicen tío y tía a los amigos de los padres aunque éstos no tengan ningún lazo familiar– le dio la muy mala idea, para calmarme, de sumergir cierta parte de mi cuerpo en el agua fría del lavamanos del baño. Dicho y hecho. Aún recuerdo la rabia que tuve contra mi madre por haber seguido ese cruel consejo y la vergüenza que lo haya hecho sin ni siquiera cerrar la puerta del baño. Los adultos no saben que, incluso antes de los dos años, una niña tiene su pudor. El hijo mayor de Renata estaba en el corredor y contempló desde allí esta humillante escena.

A pesar de todos mis prejuicios contra una novela escrita para rendir homenaje a la familia más rica de la Patagonia, leo cada página con fervor. Encuentro en ella todo lo que esperaba y mucho más. Descubro, me da vergüenza mi ignorancia, que en 1870 la conquista de la Patagonia no tenía nada que envidiarle a la conquista del Oeste. La ciudad de Santiago había sido fundada en 1541 por Pedro de Valdivia, en cambio, Punta Arenas, empezó a ser una ciudad solamente por 1870, antes era una colonia penal y costó mucho esfuerzo y derramar mucha sangre antes de lograr transformarla en la ciudad próspera en la que nació mi abuela Paulina en 1897.

Aunque la realidad de la colonización de Punta Arenas no sea exactamente así, en la novela de Campos Menéndez ésta comienza de manera simbólica con un naufragio de un barco inglés. Los protagonistas de la novela son los sobrevivientes que deciden quedarse en Punta Arenas. Entre ellos se encuentran personajes de diferentes países de Europa. Uno de esos personaje es un español que representa al primer Campos Menéndez en Chile. También hay un austríaco, una polaca, dos italianos, un francés, un inglés, un portugués y otros personajes diversos y variados.

¡Qué me importa que esa novela no sea exacta!, me cuenta de mi tierra, del viento y del clima de mi querida ciudad natal de Punta Arenas.

Punta Arenas fue desde un comienzo una ciudad muy cosmopolita. Las amistades de mis padres, si no venían del extranjero, eran en general descendientes directos de ingleses, franceses, italianos, croatas, etc. Algunos pocos eran descendientes de chilenos de verdad. Los extranjeros que venían se sentían muy bien y se quedaban fácilmente. En Punta Arenas nadie era extranjero. Había chilenos-chilenos, chilenos-croatas, chilenos-franceses, etc. También había muchos chilenos-ingleses.

La mejor amiga de infancia de mi madre, tía Milka, era también de origen croata. Su marido era de familia francesa y el padre del marido, que trabajaba como ingeniero, era el cónsul de Francia en Punta Arenas. El padre había descubierto en Chile las empanadas de queso y era capaz de batir todo los records inimaginables en cantidad ingerida: lograba comer cuarenta o cincuenta seguidas. Cuando el padre murió sé que su hijo siguió con el consulado, lo que no sabría decir es si comía empanadas o no.

Cuando tenía dos años nos cambiamos al quinto piso del edificio de la CORFO en pleno centro. Ese edificio está frente a la plaza. De mi dormitorio se veía el quiosco y el monumento a Hernando de Magallanes bajo el cual está la estatua del indio. Al indio hay que besarle el dedo gordo del pie para volver. Se lo besé en 1957, cuando nos fuimos a vivir al Norte, y así volví un verano en 1970. Se lo besé en 1970 y aún no he vuelto. Me cuesta hacer el viaje desde Francia a Santiago y, cuando estoy en Santiago, me falta el tiempo para viajar aún mas lejos, hasta la punta del mundo: Punta Arenas está 2.200 kilómetros más al sur. Ahora espero regresar. El pulgar del indio es como los calafates, hay que comer calafates si uno desea volver algún día.

Las escaleras y los ascensores del edificio de la CORFO eran nuestro lugar preferido para jugar. Tuve en esa época dos aventuras que me marcaron mucho. Una de ellas fue la primera vez que me atreví a saltar desde el tercer peldaño de las escaleras del quinto piso. Aún llevo la marca de los puntos que me tuvieron que hacer. La segunda aventura se la debo a mis hermanas mayores. Esa fue una aventura de verdad. La banda de los niños del edificio había descubierto una escalera de gato que daba al techo superior del edificio. Organizaron una gran expedición secreta, a escondidas de los adultos, y me llevaron con ellos, yo tenía menos de tres años. Aún me veo dentro del cuartito, en la escalera de gato, mirando el tragaluz abierto, pero había olvidado el resto de la historia. Mi hermana mayor me refrescó la memoria hace poco: entre la escalera de gato, que medía como tres metros, y el techo había un espacio de unos sesenta centímetros que había que franquear y lo hicieron llevándome en brazos. Al regresar de la expedición tuvieron algo de temor en hacer lo mismo en sentido inverso y me dejaron sola en el techo para ir a buscar ayuda. Ellos fueron castigados, Ana María aún recuerda el castiguito. Yo había olvidado el final de la historia, pero durante algo así como veinte años se me repitió una pesadilla en la que me quedaba encerrada en el techo de la CORFO. El edificio de la CORFO pasó más tarde a ser el edificio de la ENAP. Viví allí hasta el día en el que cumplí los siete años.

Nuestro departamento era grande y agradable, tenía numerosas piezas y todo tipo de comodidades. A veces lo visito mentalmente, pieza por pieza, y trato de recordar todos los detalles que puedo. Los muebles del living tenían una decoración de junco en los costados. Un día, con unas tijeras en mis manos, descubrí el placer irresistible de hacer caminitos en el junco de uno de los sillones. Algo en mí decía que mi madre no iba a apreciar mi obra, pero ¿cómo explicar a un adulto que a los cuatro o cinco años la lógica de los niños no entiende las razones de los adultos? No recuerdo si mi madre se enojó o no, supongo que sí. Lo que sí recuerdo es que gocé haciéndolo y por esa sola razón me digo que la experiencia valió la pena.

De los muchos recuerdos de esa época tengo dos recuerdos de la Nona. La Nona había venido a nuestro departamento y me impresionó muchísimo que, como no podía caminar debido a su artrosis, había que llevarla al baño. Para una niña de dos años eso marca: aún veo a mi madre y a mi abuela sujetándola para ayudarla a desplazarse. El otro recuerdo que tengo de ella es en su dormitorio, en su casa, en su cama. Su pieza era como un santuario, tenía un verdadero altar y, como no podía caminar, el cura iba a hacerle la misa a casa. La Nona murió a los 86 años en septiembre del año 1953.

Para mí la Nona era como Matusalén y la ex Yugoslavia era como un mito de la prehistoria. La Nona era la abuela de mi madre por el lado materno. Cuando emigró en 1896, emigró como austríaca. Nicolás, el padre de mi madre había llegado de un pueblo Dálmata cerca de Ston por el año 1904 y se había casado con Paulina. Mis abuelos hablaban entre ellos en croata y en castellano con sus hijos. Así podían hablar tranquilos sin que sus hijos entendiesen.

Mis abuelos tenían un almacén. Lo que más recuerdo del almacén son unas galletas que tenían un escarchado rosado o blanco por afuera y los gatos que andaban por las escaleras de afuera. A penas recuerdo a mi abuelo. Lo veo trabajando en su almacén, entreteniéndose jugando con un juego de dominó con el que hacía figuras que le divertía hacer caer. Lo veo en su cama tosiendo con su asma. Nicolás murió en 1957. En ese entonces nos habíamos trasladado a Iquique, 3.700 Km. al Norte de Punta Arenas. En 1970, cuando regresé, pude visitar el cementerio donde lo enterraron. La próxima vez que vaya buscaré la tumba de mis bisabuelos, en alguna parte deben estar.

El libro de Campos Menéndez cuenta la historia de la construcción de la ciudad de Punta Arenas, de la Plaza y de los edificios que la rodean; cuenta hasta la historia del invernadero de la casa de la Sara Braun que tanto me fascinaba. También cuenta de los naufragios terribles en las aguas de los canales y explica la emigración de los austríacos de entonces. El austríaco del barco, Adanic, no era en realidad un austríaco, era un croata de la isla de Brac. Según la novela, Adanic fue el primero, después hizo venir a unos primos y veinte años depués eran 1.500 Bracianos en Punta Arenas. Mi bisabuela, la Nona también venía de la Isla de Brac. ¡Cómo no estar emocionada!, en ese libro incluso aprendo como era la Isla de Brac en la época en que mi bisabuela vivía allá. Son temas de los que nunca escuché mencionar ni siquiera una palabra en mi familia.

La verdad es que Punta Arenas estaba lleno de croatas y quizás había más croatas que chilenos-chilenos. Cuando llegó la Nona, la ciudad tenía algo así como 4.000 habitantes, entre los cuales, casi la mitad provenía de la isla de Brac. El primero en llegar de esa isla lo hizo en 1885 y venía de Postire, se llamaba Mariano Matulić. La Nona se llamaba Francisca Mátulić y había nacido en Postire en 1871.

jueves, 17 de mayo de 2007

Capítulo I.4 Punta Arenas, Darko, Elías

Por el lado de mi madre, Anita, la familia estaba muy presente y al contrario de la de mi padre, no presentaba ningún misterio. Mi abuela Paulina, que había enviudado en 1957, había dejado Punta Arenas y se había ido a vivir a Santiago, donde nosotros vivíamos desde 1963. La veíamos casi todos los domingos. No era una abuela particularmente cariñosa, pero era una abuela entretenida. Paulina era una mujer independiente e interesante. En vez de amargarse con la viudez decidió a los sesenta años liberarse y aprovechar los años que le quedaban lo mejor posible. A pesar de sus cataratas y de una fuerte miopía, se puso a estudiar inglés y francés con una aplicación impresionante y agregó en un tiempo récord dos idiomas a su bilingüismo español-croata (en ese entonces decíamos yugoslavo en lugar de croata). Desde ese entonces ella decidió que leería libros sólo en inglés y en francés, ya que leer en español “era una pérdida de tiempo”. Aprovechando que mi tía Eugenia vivía en París, Paulina se fue a vivir por un par de años a Europa y perfeccionó su francés siguiendo con asiduidad cursos en la Alianza Francesa de París. Viajó sola por todo Europa y en uno de sus viajes fue a la ex Yugoslavia a buscar la tierra natal de sus padres. Así pudo conocer algunos de sus parientes que estuvieron muy contentos de tener noticias de los primos de América. De sus viajes contaba cosas divertidas como lo que le sucedió cuando se subió por error, por culpa de su miopía, a una montaña rusa en Madrid sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Pasó un susto enorme porque estaba mal instalada y, además del miedo de caerse, temía perder su cartera con todos sus papeles. Nos reímos mucho imaginándola sola a los sesenta y cinco años en su montaña rusa.

Paulina era la mayor de cinco hermanos. En 1963 Paulina, José, Mateo, Antonio y Filomena estaban todos vivos y residían en Santiago. Fuera de Paulina, que había llegado a Santiago al enviudar, creo que todos los hermanos se habían instalado en Santiago siendo aún jóvenes.

No recuerdo ninguna ocasión en que la familia entera se haya reunido. No creo haber conocido a tío José, pero sabía que Anita lo iba a ver de vez en cuando. Lo único que yo sabía entonces de él es que era ciego y que leía el Braille. He aprendido últimamente que José se casó con Olga y que le dio dos hijos varones. José tenía algo así como veintiocho años cuando quiso darle una sorpresa a Olga saltando de una ventana, la sorpresa fue para él que se quedó ciego para siempre después de un doble desprendimiento de retina debido al impacto del salto. Imagino el dolor y la angustia para ese matrimonio joven, con dos hijos pequeños a cuestas, y una ceguera del jefe de familia a la edad en que la vida de adulto recién comienza. La ceguera de José fue de los ojos, pero no del alma. José se interesaba por lo esotérico, era un ser espiritual y profundo, tenía una fuerza espiritual poco común. Tenía tanta fuerza que llegaba a inspirar temor a lo que se le acercaban.

Tío Antonio no se casó nunca y no tuvo hijos. Le gustaban las mujeres, entretenerse, ir de fiesta en fiesta, de farra en farra. Le gustaba la buena vida y era un original. Amaba contar sus supuestas aventuras. Relataba cosas divertidas, como la de la vez que penetró, montando un caballo, al interior de un restaurante. Decía también que había tenido una cama redonda que usaba para impresionar a sus conquistas femeninas.

A tío Mateo lo conocíamos bien, era un hombre muy elegante y cultivado, separado de un primer matrimonio y vuelto a casar con una mujer francés muy bella, muy fina y mucho más joven que él, tía Susan. De ese matrimonio tuvieron un hijo que nació después que yo. Mateo, cuando pequeño, tenía fama de ser un chico terrible, lleno de energía y agotador. Una vez, cuando vivíamos en Iquique, tía Susan que necesitaba descansar un poco de su carga de madre de hijo único, aceptó enviarlo a pasar unas vacaciones con nosotros. Mateo descubrió los techos horizontales de Iquique, corrió en ellos y logró caerse. Por suerte que tenía la cabeza bastante sólida y, fuera del susto, no le pasó nada. Tío Mateo era diplomático y viajaba mucho, pasaba con su familia largos períodos fuera de Chile.

La menor de los hermanos era Filomena Ángela, para nosotros era tía Filo y más tarde Filo. Ella era sólo diez años mayor que Anita y, cuando mi madre era niña, Filo era como una hermana mayor para ella. A pesar de la diferencia de edad se llevaban muy bien y siempre hubo una gran amistad entre ambas. Cuando Filo era joven quería hacerse monja de María Auxiliadora, pero mi bisabuela, la Nona, a pesar de lo muy creyente que era, y por alguna razón que Filo nunca logró entender, no la dejó. A los ochenta años Filo se lamentaba y se preguntaba aún por qué su madre le había impedido seguir su vocación. En lugar de hacerse monja Filo se casó, y se casó tan mal que se separó poco después. De ese matrimonio lo único que ganó fue dar a luz, en un parto difícil, a un niño que nació asfixiado, con un daño cerebral irrecuperable y que vivió casi cincuenta años en un asilo. A los setenta años, con su cuerpo lleno de dolores, Filo atravesaba en bus todo Santiago, dos veces por semana, para llevarle ropa limpia y algunas golosinas al personal que lo cuidaba. Todos aprovechaban de sacar partido de su generosidad. Otra de sus cruces fueron sus ojos, se los gastó trabajando en el Seguro Social para ganarse la vida y pagar la pensión de su hijo enfermo, economizaba cada centavo, sufría de cataratas, miopía y glaucoma. Filo no se hizo monja, pero con todo lo que sufrió ganó el cielo para ella y para todos nosotros.

Las visitas de Filo a casa se alternaban con las de Paulina, las dos hermanas no se llevaban muy bien y no era raro que se disputaran. Cabe decir que en la familia de mi abuela a todos les gustaba discutir. Eran personas interesantes, con mucha personalidad, pero terriblemente individualistas. Filo era mas cariñosa que Paulina y si hubiese podido habría sido una maravillosa abuela. Cuando yo tenía algo así como veinticuatro años, me tocó descubrir su amistad al irme por un mes a vivir con ella para consolarme de una pena. Desde ese entonces, y hasta su muerte, nuestra relación fue muy particular. Nos confiábamos nuestros secretos y nos queríamos mucho. Cuando me casé con Patrick, me regaló un anillo que llevo siempre conmigo. Cuando me vine a vivir a Francia tomamos la costumbre de escribirnos regularmente y nunca dejamos de hacerlo. Cada vez que yo iba de viaje a Chile me llenaba de atenciones: aún hoy día, por donde mire en mi casa, tengo regalitos de Filo: collares de fantasía, prendedores ídem, unos gemelos para el teatro, una cartera comprada en Río, libros de ella entre los cuales están La Araucana y Las Moradas de Santa Teresa.

Cuando Filo murió mi madre y mi tía Neva me dieron como recuerdo el anillo que Filo llevaba y me dijeron que ella estaría contenta de que fuese para mí. Así llevo con orgullo un anillo suyo en cada mano. En mis momentos de soledad converso con ella. No creo en el Más Allá, pero Filo sigue siendo de este mundo y estando cerca mío.

A veces íbamos a casa de tía Neva, una hermana de mi madre o a casa de los hermanos de mi padre. Nunca fui a casa de mi tío Juan Letica, que había llegado a Santiago en 1963 al mismo tiempo que nosotros. Apenas conocí a mi primo Antonio, que tenía ocho años menos que yo, debo haberme cruzado con él un par de veces durante los trece años que viví en Santiago.

Mi hermana mayor, también está casada con un francés y vive en Nantes. El teléfono entre Nantes y Grenoble funciona muy a menudo.

–¿Ana María?

–¡Hola! ¿Qué dices?

–Estoy leyendo unas novelas muy entretenidas que cuentan de unos emigrantes franceses que partieron a Chile en 1870, las estoy gozando, pero me gustaría leer algo más sólido, que me cuente de verdad cómo era la cosa, desearía leer la historia del viaje de nuestros abuelos o bisabuelos. Sé que eso nadie me lo va a escribir, pero daría cualquier cosa por ponerle bases más sólidas a mi imaginación. ¡No sé nada!

–¿Leíste Los Pioneros de Campos Menéndez?

Sé que la familia Campos Menéndez es una familia de las más antiguas de Punta Arenas y conocida por su fortuna colosal.

–No, no lo he leído, ¿de qué trata?

–Es una novela de tres tomos, donde Enrique Campos Menéndez cuenta la historia de Punta Arenas. Claro, esa novela está escrita para la gloria de la familia del autor, pero la novela es buena y muy interesante.

–¡Ay! me muero de ganas de leerla, ¿la tienes?

–Sí, te la envío en cuanto pueda.

–¡Fantástico!, ¡ya estoy impaciente de recibirlas y leerlas!

martes, 15 de mayo de 2007

lunes, 14 de mayo de 2007

Capítulo I.3 Punta Arenas, Darko, Elías

En 1990 escribí desde Francia a mi padre rogándole que me contara algo más de mis misteriosos abuelos paternos, de cómo llegaron a Chile, de dónde venían, que quiénes eran. Respondió:

Santiago, 25 de mayo de 1990

Querida Maribel,

Mi abuelo Moisés llegó aquí con su mujer y sus 6 hijos a bordo de un buque de emigrantes desde Rusia, por allá por el año 1906 o 1907, después de la guerra entre Rusia y Japón cuando los Japoneses le sacaron la mugre a Rusia, y por supuesto, le echaron la culpa a los judíos de la derrota (algo muy frecuente en la historia). Venía también mi bisabuela (todos de la línea materna), pero a ella no le gustó nada este ambiente en el que no se respetaban los ritos judíos. Se comían cosas prohibidas, se usaba la misma loza para pescado y carne, etc. Cuando vino el terremoto de Valparaíso, creo que en 1907, consideró que este país estaba dejado de la mano de Dios, y se las arregló para regresar sola a Rusia, y de ella no se supo nunca más.

Mi abuela se llamaba María, pero yo no la alcancé a conocer. Mi abuelo era enormemente alto, delgado y de ojos verdes, con una salud de fierro. Era una especie de campesino artesano. Trabajó muchos años de vidriero y tenía un negocio en Concepción, y después en Coronel donde vivía con dos hijos solteros. Tía Chela, la única aún viva y tío Samuel. A mí me mandaron a vivir con ellos como por un año cuando tendría 6 o 7 años, de modo que conocí la zona carbonífera en mi primera infancia. El abuelo sabía hacer muchas cosas: hacía pepinillos en escabeche, sardinas saladas. Y cuanta cosa se hacía en Rusia, para conservar para los largos inviernos de Crimea, porque eran de un aldea ubicada a orillas del mar de Azov. También era empastador y siempre empastaba “El Peneca”, la famosa revista infantil que era su gran tesoro. Después, ya en Santiago y muy viejo, controlaba sus colecciones de “El Peneca” como su mayor fuente de poder con los nietos. El que se portaba mal, según sus standards, se quedaba sin el tomo de “El Peneca”. Rayar la revista era un delito mayor. El abuelo murió pobre como rata, a avanzada edad, de un cáncer a la próstata. Me recuerdo que cuando ya estaba enfermo, y bastante ciego, me confidenció una vez. “Yo no sé por qué me vienen estas cosas, si desde que murió mi mujer nunca me he metido con otra”. Él estaba convencido de que se había pescado una gonorrea...

Que esto sea como una introducción a la historia de la familia de tu padre. Puede ser que hayan otros capítulos en el futuro. Si te ha interesado, me haces comentarios y puede ser que haya otros capítulos de recuerdos dispersos. Yo ceno los miércoles en casa de tía Eldha. A veces se comenta allí cosas de la vieja familia. Especialmente cuando Eldha hace platos de los que hacía mi madre. Puede ser que de allí salgan otras historias.

Besos y abrazos para todos

Papá

En otra carta me decía:

Santiago, 5 de agosto de 1990

Querida Maribel,

Ahora, respecto de mi padre, él se vino con su hermano David, que era un poco menor, desde Londres, en el mismo barco en que se vino mi abuelo materno. Él provenía de un lugar de Rusia en la frontera con Polonia, cuyo nombre tampoco sé. En el buque de alguna manera ayudó a mi abuelo, que viajaba con una madre, mujer y cinco hijos, la mayor era mi madre que tendría 14 años. Papá desembarcó en Buenos Aires y la familia Katz siguió a Valparaíso en barco, llegando antes del terremoto de 1906, causa del regreso de la bisabuela a Rusia. Papá y tío David, después de un tiempo en Buenos Aires, se vinieron a Chile, cruzando la cordillera “a pie”, si es que me entiendes lo que es eso. En Santiago se puso a trabajar sin saber el idioma siquiera. Al poco tiempo después buscó a mamá y se casó con ella. Creo que ella no cumplía 17 años. Tuvieron negocios en Concepción, en Los Ángeles y no sé dónde más. En Los Ángeles tuvieron una tienda que terminó quemándose y ya nunca más se supo de fortunas. Terminaron en Santiago donde nací yo y Rosita, la menor de los hermanos.

Abrazos a todos

Papá

Al recibir esas cartas lamenté como nunca el hecho de vivir tan lejos y de no poder disfrutar las reuniones en casa de tía Eldha. Los habría llenado de preguntas. Lamento también que nunca conoceré el gusto de los platos que cocinaba mi abuela. Pero, lo que más me impresionó, fue lo que hizo mi tatarabuela. He meditado muchas veces en su terrible decisión de regresar. Esa decisión me parece aún más simbólica y misteriosa que la de haber dejado el país de origen.

Me quedé con esta versión de los hechos hasta 1994, año en que fui a Chile y tuve la ocasión de conversar con Tita, una prima de mi padre, y con su tía Chela. Ellas aportaron una información importante a la historia: Moisés había viajado en 1905 con su hermano Elías, un año antes que su mujer y sus hijos. Los hermanos Katz Kaplán desembarcaron en Buenos Aires y, según Tita, Moisés también atravesó la cordillera caminando. Además pude aprender, gracias a ellas, que los nombres de mi abuela Sofía y de los tíos de mi padre Samuel, Regina, Luisa (Lucha), Catalina, y Cecilia (Chela) habían sido traducidos al español: sus verdaderos nombres eran Sonia, Sahlom, Rugele, Live, Guitle y Cizel.

Ahora sé que llegaron en mayo de 1906. El terremoto al que mi padre hace alusión fue uno terrible, grado 8,3, que sacudió Valparaíso el 17 de agosto de 1906. Mi tatarabuela no tuvo suerte, en general pasan entre cincuenta y cien años sin que un terremoto así de fuerte sacuda una misma región de Chile. A ella le bastaron tres meses en Chile para recibir ese bautizo. Y un detalle: mis abuelos se casaron en 1910, Sofía tenía diecinueve años y no diecisiete como mi padre creía.

En estas pocas líneas está todo lo que he logrado saber sobre la historia de los orígenes de mi padre.

sábado, 12 de mayo de 2007

Capítulo I.2 Punta Arenas, Darko, Elías

En diciembre de 1949, en Punta Arenas, hubo un temblor largo y suave. Anita se asustó mucho, corrió hacia las escaleras de su segundo piso en la calle Errázuriz, tomó de la mano a Sonia, que tenía sólo un año y medio, y trató de bajar. Ana María era más grande y podía bajar sola. Yo estaba a punto de nacer y para mi madre la tarea de bajar las escaleras no fue simple. Nací poco tiempo después y, en mi familia, dicen que fue por eso que me quedó un miedo incurable a los temblores. Anita casi murió de hemorragia durante el parto, pero a pesar de eso, y del hecho que fui una tercera mujer, igual me quisieron. Y me quisieron mucho. Cada día que pasa lo veo más claro.

Punta Arenas es un hermoso puerto con mucha actividad y carácter. Las casas tienen los techos muy inclinados y la mayoría de ellos son de color rojizo. Se dice por ello, y por otras razones, que tiene carácter inglés. Punta Arenas está en la península de Brunswick, que es la última tierra firme del continente americano. El Estrecho de Magallanes separa la península de la isla de Tierra del Fuego y de todas las otras islas que terminan lo que queda de la Cordillera de los Andes. Nací en aquella lejana tierra, que es una tierra buena, para quién la conoce, la ama y la respeta.

–¿Sabes?, estoy leyendo unos libros muy entretenidos en los que se habla de Chile –dice mi colega Christian. –Es la historia de dos parejas de franceses que parten en 1870 a buscar fortuna a Chile, es muy entretenida. Son tres tomos, el primero cuenta de las peripecias del viaje de emigración, el segundo gira en torno de La Guerra del Pacífico y el tercero habla de la construcción del Canal de Panamá. No te puedo prestar los libros porque los pedí en una biblioteca, pero te puedo dar las referencias si tú lo deseas.

¡Qué me han dicho! Me encanta leer novelas. El fin de semana me apresuro a ir a una librería y compro los dos primeros tomos. Dentro de pocos días empiezan las vacaciones de invierno y será el momento ideal para gozar de un buen libro.

La lectura es muy fácil y amena. Comparto el placer de esta lectura con mi amiga Jeanne y con su madre, Yvonne, quien me regala el tercer tomo. Nos entretenemos mucho durante las vacaciones leyendo cada una un tomo diferente. En el primer tomo el autor cuenta, entre otras cosas, las razones por qué los protagonistas deciden partir, las dificultades que viven durante el largo viaje en barco entre Marsella y Santiago, pasando por las aguas terribles de los canales de la Patagonia.

Al leer esta historia me quedé pensando que de una manera u otra todos mis antepasados hicieron ese mismo viaje. Que ignoro casi todo de la verdadera historia de mis antepasados. El primer libro de Michelet es una linda novela, pero el contexto histórico no responde a mis numerosísimas interrogantes. Mis abuelos y bisabuelos paternos venían de Rusia y los del lado materno de la costa Dálmata del mar Adriático. Los antepasados de mi madre, cuando llegaron, se instalaron en Punta Arenas y no en la zona central, como lo hicieron los protagonistas del libro de Michelet.

La familia de mi padre sí se instaló en la zona central, primero en Concepción y después en Santiago. Esa familia siempre ha sido un misterio para mí, porque mi padre hablaba poco, porque mis abuelos murieron antes de que yo los conociese y porque durante mis primeros trece años vivimos muy lejos de nuestros tíos, tías y primos. Cuando nos fuimos a vivir a Santiago en 1963 tampoco los veíamos mucho porque no nos resultaba natural hacerlo ya que no habíamos crecido cerca de ellos. Los primos por ese lado eran muy numerosos y yo les envidiaba el hecho de conocerse, frecuentarse y entretenerse tanto juntos. Es triste tener una familia así y no poder gozarla. En esos tiempos, por el año 1963 o 1964, supe por casualidad que el apellido de mi padre era de origen judío. Lo escuché en una conversación banal entre mis hermanas que aparentemente lo sabían desde hace muchísimo tiempo. Me chocó mucho que a nadie se le hubiese ocurrido hablarme de ello y que no me hayan informado de la cosa cuando vine al mundo ya que me parecía tener cierta importancia. Yo no tenía cómo adivinarlo porque mi padre, su hermano y todas sus hermanas se habían casado por la Iglesia Católica. Cuando lo descubrí imaginé miles de cosas, pero no le pregunté nada a nadie hasta que un día, después de algunos años y pensarlo mucho, interrogué por carta a mi padre. Yo tenía dieciocho años. Él me explicó que no valía la pena imaginar cosas terribles, que la respuesta era muy simple. Que él nunca había sentido que los cromosomas que llevaba tuvieran importancia, ni que ellos lo obligaran a practicar una religión en lugar de otra, que lo único que contaba era lo que llevábamos en el corazón y nuestras propias convicciones. Me explicó todo eso de manera muy hermosa, pero dándome a entender que era una absurdidad seguir haciendo preguntas en esa dirección. Bueno, aunque mis interrogantes no tenían mucho que ver con la religión no pregunté nunca nada más. Los orígenes de la familia de mi padre quedaron para mí desde entonces como un profundo misterio.

En esa época logré saber que mis abuelos habían llegado de Rusia a principios de siglo y que se habían casado en Chile. Mi abuelo paterno había tenido una tienda en Los Ángeles y se había ganado con ella su vida hasta el día en que un incendio lo destruyó todo. Después de eso buscó en el azar del juego la suerte perdida y como ese método no agradó en nada a mi abuela, mis abuelos terminaron separándose cuando mi padre era aún bastante joven. Tía Eldha, la mayor de los hijos, se puso a trabajar para mantener a la familia y gracias a ello mi padre pudo terminar sus estudios secundarios. Sus buenas notas le permitieron obtener una beca del gobierno chileno para cursar sus estudios universitarios dejándolo agradecido para siempre de un país que permitía salir adelante a la gente por sus puros méritos.

Mi padre nunca hablaba de mi abuelo Enrique que había fallecido cuando yo tenía dos años. Para él era doloroso recordar a un padre que los había hecho sufrir muchísimo con su debilidad por el juego. El recuerdo de mi abuela Sofía era aún más doloroso para él. Ella había fallecido en el año 1943 como consecuencia de un error durante una operación benigna, tenía sólo 52 años. Mi padre tampoco hablaba de mi abuela y yo adivinaba que era debido a la tristeza que ello le producía. Nadie me contó nunca nada de su carácter, ni de por qué había empezado a rezarle a escondidas a los santos, ni a escondidas de quién lo hacía. En las repisas del escritorio de Iquique, ciudad donde viví entre los siete y los trece años, había una foto de mi abuela Sofía. No sé cuántas veces habré mirado esa foto preguntándome cómo habría sido conocerla como abuela.

Capítulo I.1 Punta Arenas, Darko, Elías

Febrero 1998

Es miércoles y, como de costumbre, almuerzo temprano y me entretengo porque comparto una mesa con unos colegas muy simpáticos del hospital en el que trabajo. Es el único momento de la semana en el que los veo y a veces pasan semanas sin que nos crucemos. Ellos saben que soy chilena, pero fuera de eso, no saben casi nada de mí.

Cuando llegué a Grenoble en 1976, después de casarme en Chile con Patrick, me empeñé en integrarme lo mejor y lo más rápido posible. Yo había vivido ya durante mi infancia dos experiencias dolorosas de cambios de ciudad al interior de Chile y esos cambios me habían servido de lección. Me instalé en Francia sin dejar nacer la nostalgia. En 1978, a los seis meses de mi primer embarazo y sin que ninguna ecografía me lo hubiese dicho, sentí que tendría una niña. Daba vueltas y vueltas a todos los nombres que podría darle y ninguno me gustaba. Un día escuché a una niña tocar maravillosamente bien un violín y la emoción que sentí llegó a lo más profundo de mi ser. Quise saber su nombre y se llamaba Anne-Sophie: Anne, como mi madre Ana, y Sophie, como mi abuela Sofia. Es verdad que no tenía nostalgia, pero la familia es la familia y todas mis dudas se disiparon definitivamente. Fui feliz arrullando a mi Anne-Sophie con canciones de cuna francesas. Estuve orgullosa cuando a sus dieciocho meses hacía lindas frases en francés, nadie podría decir que ella lo hablaba mal por culpa de su madre latinoamericana. Me sentía merecer mejor así a mi familia adoptiva, que es una familia sólida y, a gran diferencia de la mía, con raíces desde hace cientos de años en una misma región. Para mí eso era algo extraordinario.

La primera ola de nostalgia me sorprendió cuando regresé a Chile por primera vez después de haber pasado cuatro años embebiéndome de la vida francesa. Mi segundo hijo nació poco después y entonces me dolió cantarle canciones de cuna en francés, Anne-Sophie no entendía el español. La nostalgia empezó a insinuarse lentamente haciendo algunos surcos en mi alma. No le pude poner nombre a lo que yo añoraba, no deseaba retornar, mi lugar estaba acá en Francia. Lo que yo sentía no se parecía a lo que sentían otros expatriados, más que nostalgia era una crisis de identidad, y la imagen de mí que veía reflejada en los ojos de mis amigos no se parecía en nada a la persona que yo me sentía ser. Me nació un deseo profundo de entender cuáles eran mis verdaderas raíces para poder ponerle así un nombre a mi nostalgia. Mi nostalgia no es sólo por la tristeza de la separación, es por el temor del olvido de todo el camino andado por mis antepasados y por mí misma y que me ha hecho llegar hasta el lugar donde me encuentro. Siento el deber de lograr explicar a mis hijos la parte de la historia que les viene a través de mí.

Prólogo de "EL Hilo del Medio"

La mujer chilena, aunque se case, conserva hasta el final de su vida los apellidos de su padre y de su madre. Así conserva su memoria, cada apellido llevando con él parte de su historia.

De niña jugaba con mis hermanas a recitar, entrelazándolos, apellidos de padre, madre, abuela paterna, materna, etc. El juego no debía terminarse antes de llegar al apellido de la madre de nuestra abuela materna, la Nona.

A mí, se me ocurrió enamorarme de un francés, casarme con él y venirme a vivir a Francia. Nunca imaginé que después de veintidós años en este país lo único que quedaría de visible, o mejor dicho de “audible”, de mis orígenes sería un “joli petit accent” hispanoamericano.

Mis hijos apenas conocen mis apellidos de soltera. Mis amigos franceses ni siquiera eso. Creo que es tiempo de explicarles que ser latinoamericana es algo más que un pequeño acento. Que la sangre latinoamericana no es sólo una mezcla a proporciones variables de sangre española e indígena, sino también de muchas otras y que no deben olvidarse.

Todos mis antepasados llegaron a Chile entre 1885 y 1910. Venían de Dalmacia, de las orillas del mar de Azov en Crimea y de Ucrania. El primero de ellos en llegar a Chile fue el abuelo materno de mi madre, Elías Mátković Nikolić. Lo que he escrito se lo dedico a él y a todos los antepasados míos que, dejando para siempre todo lo que conocían, se subieron un día a un barco, atravesaron el Atlántico y se instalaron en la parte de abajo del nuevo mundo a buscar una vida mejor para los suyos.

Dedico también estas páginas a todos aquellos descendientes de inmigrantes, de cualquier parte del mundo, a los que un día se les ocurrió mirar hacia atrás, preguntarse por sus raíces enterradas en otro continente y que encontraron con tristeza que algunas de ellas se quedaron fuera de la tierra para siempre.