jueves, 17 de mayo de 2007

Capítulo I.4 Punta Arenas, Darko, Elías

Por el lado de mi madre, Anita, la familia estaba muy presente y al contrario de la de mi padre, no presentaba ningún misterio. Mi abuela Paulina, que había enviudado en 1957, había dejado Punta Arenas y se había ido a vivir a Santiago, donde nosotros vivíamos desde 1963. La veíamos casi todos los domingos. No era una abuela particularmente cariñosa, pero era una abuela entretenida. Paulina era una mujer independiente e interesante. En vez de amargarse con la viudez decidió a los sesenta años liberarse y aprovechar los años que le quedaban lo mejor posible. A pesar de sus cataratas y de una fuerte miopía, se puso a estudiar inglés y francés con una aplicación impresionante y agregó en un tiempo récord dos idiomas a su bilingüismo español-croata (en ese entonces decíamos yugoslavo en lugar de croata). Desde ese entonces ella decidió que leería libros sólo en inglés y en francés, ya que leer en español “era una pérdida de tiempo”. Aprovechando que mi tía Eugenia vivía en París, Paulina se fue a vivir por un par de años a Europa y perfeccionó su francés siguiendo con asiduidad cursos en la Alianza Francesa de París. Viajó sola por todo Europa y en uno de sus viajes fue a la ex Yugoslavia a buscar la tierra natal de sus padres. Así pudo conocer algunos de sus parientes que estuvieron muy contentos de tener noticias de los primos de América. De sus viajes contaba cosas divertidas como lo que le sucedió cuando se subió por error, por culpa de su miopía, a una montaña rusa en Madrid sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Pasó un susto enorme porque estaba mal instalada y, además del miedo de caerse, temía perder su cartera con todos sus papeles. Nos reímos mucho imaginándola sola a los sesenta y cinco años en su montaña rusa.

Paulina era la mayor de cinco hermanos. En 1963 Paulina, José, Mateo, Antonio y Filomena estaban todos vivos y residían en Santiago. Fuera de Paulina, que había llegado a Santiago al enviudar, creo que todos los hermanos se habían instalado en Santiago siendo aún jóvenes.

No recuerdo ninguna ocasión en que la familia entera se haya reunido. No creo haber conocido a tío José, pero sabía que Anita lo iba a ver de vez en cuando. Lo único que yo sabía entonces de él es que era ciego y que leía el Braille. He aprendido últimamente que José se casó con Olga y que le dio dos hijos varones. José tenía algo así como veintiocho años cuando quiso darle una sorpresa a Olga saltando de una ventana, la sorpresa fue para él que se quedó ciego para siempre después de un doble desprendimiento de retina debido al impacto del salto. Imagino el dolor y la angustia para ese matrimonio joven, con dos hijos pequeños a cuestas, y una ceguera del jefe de familia a la edad en que la vida de adulto recién comienza. La ceguera de José fue de los ojos, pero no del alma. José se interesaba por lo esotérico, era un ser espiritual y profundo, tenía una fuerza espiritual poco común. Tenía tanta fuerza que llegaba a inspirar temor a lo que se le acercaban.

Tío Antonio no se casó nunca y no tuvo hijos. Le gustaban las mujeres, entretenerse, ir de fiesta en fiesta, de farra en farra. Le gustaba la buena vida y era un original. Amaba contar sus supuestas aventuras. Relataba cosas divertidas, como la de la vez que penetró, montando un caballo, al interior de un restaurante. Decía también que había tenido una cama redonda que usaba para impresionar a sus conquistas femeninas.

A tío Mateo lo conocíamos bien, era un hombre muy elegante y cultivado, separado de un primer matrimonio y vuelto a casar con una mujer francés muy bella, muy fina y mucho más joven que él, tía Susan. De ese matrimonio tuvieron un hijo que nació después que yo. Mateo, cuando pequeño, tenía fama de ser un chico terrible, lleno de energía y agotador. Una vez, cuando vivíamos en Iquique, tía Susan que necesitaba descansar un poco de su carga de madre de hijo único, aceptó enviarlo a pasar unas vacaciones con nosotros. Mateo descubrió los techos horizontales de Iquique, corrió en ellos y logró caerse. Por suerte que tenía la cabeza bastante sólida y, fuera del susto, no le pasó nada. Tío Mateo era diplomático y viajaba mucho, pasaba con su familia largos períodos fuera de Chile.

La menor de los hermanos era Filomena Ángela, para nosotros era tía Filo y más tarde Filo. Ella era sólo diez años mayor que Anita y, cuando mi madre era niña, Filo era como una hermana mayor para ella. A pesar de la diferencia de edad se llevaban muy bien y siempre hubo una gran amistad entre ambas. Cuando Filo era joven quería hacerse monja de María Auxiliadora, pero mi bisabuela, la Nona, a pesar de lo muy creyente que era, y por alguna razón que Filo nunca logró entender, no la dejó. A los ochenta años Filo se lamentaba y se preguntaba aún por qué su madre le había impedido seguir su vocación. En lugar de hacerse monja Filo se casó, y se casó tan mal que se separó poco después. De ese matrimonio lo único que ganó fue dar a luz, en un parto difícil, a un niño que nació asfixiado, con un daño cerebral irrecuperable y que vivió casi cincuenta años en un asilo. A los setenta años, con su cuerpo lleno de dolores, Filo atravesaba en bus todo Santiago, dos veces por semana, para llevarle ropa limpia y algunas golosinas al personal que lo cuidaba. Todos aprovechaban de sacar partido de su generosidad. Otra de sus cruces fueron sus ojos, se los gastó trabajando en el Seguro Social para ganarse la vida y pagar la pensión de su hijo enfermo, economizaba cada centavo, sufría de cataratas, miopía y glaucoma. Filo no se hizo monja, pero con todo lo que sufrió ganó el cielo para ella y para todos nosotros.

Las visitas de Filo a casa se alternaban con las de Paulina, las dos hermanas no se llevaban muy bien y no era raro que se disputaran. Cabe decir que en la familia de mi abuela a todos les gustaba discutir. Eran personas interesantes, con mucha personalidad, pero terriblemente individualistas. Filo era mas cariñosa que Paulina y si hubiese podido habría sido una maravillosa abuela. Cuando yo tenía algo así como veinticuatro años, me tocó descubrir su amistad al irme por un mes a vivir con ella para consolarme de una pena. Desde ese entonces, y hasta su muerte, nuestra relación fue muy particular. Nos confiábamos nuestros secretos y nos queríamos mucho. Cuando me casé con Patrick, me regaló un anillo que llevo siempre conmigo. Cuando me vine a vivir a Francia tomamos la costumbre de escribirnos regularmente y nunca dejamos de hacerlo. Cada vez que yo iba de viaje a Chile me llenaba de atenciones: aún hoy día, por donde mire en mi casa, tengo regalitos de Filo: collares de fantasía, prendedores ídem, unos gemelos para el teatro, una cartera comprada en Río, libros de ella entre los cuales están La Araucana y Las Moradas de Santa Teresa.

Cuando Filo murió mi madre y mi tía Neva me dieron como recuerdo el anillo que Filo llevaba y me dijeron que ella estaría contenta de que fuese para mí. Así llevo con orgullo un anillo suyo en cada mano. En mis momentos de soledad converso con ella. No creo en el Más Allá, pero Filo sigue siendo de este mundo y estando cerca mío.

A veces íbamos a casa de tía Neva, una hermana de mi madre o a casa de los hermanos de mi padre. Nunca fui a casa de mi tío Juan Letica, que había llegado a Santiago en 1963 al mismo tiempo que nosotros. Apenas conocí a mi primo Antonio, que tenía ocho años menos que yo, debo haberme cruzado con él un par de veces durante los trece años que viví en Santiago.

Mi hermana mayor, también está casada con un francés y vive en Nantes. El teléfono entre Nantes y Grenoble funciona muy a menudo.

–¿Ana María?

–¡Hola! ¿Qué dices?

–Estoy leyendo unas novelas muy entretenidas que cuentan de unos emigrantes franceses que partieron a Chile en 1870, las estoy gozando, pero me gustaría leer algo más sólido, que me cuente de verdad cómo era la cosa, desearía leer la historia del viaje de nuestros abuelos o bisabuelos. Sé que eso nadie me lo va a escribir, pero daría cualquier cosa por ponerle bases más sólidas a mi imaginación. ¡No sé nada!

–¿Leíste Los Pioneros de Campos Menéndez?

Sé que la familia Campos Menéndez es una familia de las más antiguas de Punta Arenas y conocida por su fortuna colosal.

–No, no lo he leído, ¿de qué trata?

–Es una novela de tres tomos, donde Enrique Campos Menéndez cuenta la historia de Punta Arenas. Claro, esa novela está escrita para la gloria de la familia del autor, pero la novela es buena y muy interesante.

–¡Ay! me muero de ganas de leerla, ¿la tienes?

–Sí, te la envío en cuanto pueda.

–¡Fantástico!, ¡ya estoy impaciente de recibirlas y leerlas!

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